En dos recientes artículos de prestigiosos colegas publicados por este medio (Argentina, un país estable - Diagonales y La grieta, en su justa medida, ¿ordena? - Diagonales) se evaluaba con optimismo la situación actual del país; optimismo fundado en la -excesivamente subrayada e injustificablemente exaltada- evidencia de que la Argentina no sufre una crisis política a pesar del catastrófico rumbo de la economía nacional. En lo que ambos analistas discrepan es respecto del vector sobre el que se sustenta el ordenamiento y la estabilización de la política: para el primero la grieta es lo que ordena; es decir, la política organizada en torno a dos espacios conocidos y consolidados (peronismo y no peronismo), que constituyen dos identidades políticas con lazos de pertenencia con la ciudadanía. El segundo argumenta que lo que ordena, en realidad, es el sistema institucional y sus reglas de juego y no la grieta, la cual se limita a definir el espacio de competencia para que los ciudadanos puedan identificar alternativas electorales.

Ahora bien, más allá del rol específico que cada uno de ellos le atribuya a la vilipendiada grieta en este proceso, lo llamativo de las dos posiciones es que en ambas se considere como un acontecimiento digno de celebración que los padecimientos y carencias de la ciudadanía no encuentren vías de solución en las políticas públicas oficiales; es decir, que se glorifique la consagración de la política como una esfera autónoma, autorreferencial, completamente disociada de las demandas, necesidades y expectativas del cuerpo ciudadano. 

Cabe señalar aquí que la “política”, como concepto, puede definirse -muy sintética y esquemáticamente- como el conjunto de actividades relativas a la toma de decisiones de poder destinadas a garantizar el bien común en la sociedad. Por consiguiente, en la Argentina actual, la política no está cumpliendo su función innata y los agrupamientos políticos existentes presentan serios déficits para operar como mediadores entre la sociedad civil y el Estado. Lo curioso aquí es que esto sea concebido como una noticia alentadora.

Contrariamente a esa interpretación, la inexistencia de una crisis política sólo ilustra la incapacidad de las clases populares -explotadas y pauperizadas- para oponer resistencia colectiva y para romper con la sumisión pasiva hacia los agentes de poder. Lo que parece sugerirse en la primera nota es que las dos grandes expresiones políticas ubicadas a un lado u otro de la grieta, despiertan un potente y cuasi irreflexivo sentimiento de identificación y pertenencia, que permite a sus miembros sobrellevar las dificultades que en el día a día encuentran para garantizar su subsistencia. Al tiempo que el segundo escrito da a entender que es la previsibilidad de las reglas de juego institucional lo que ha facilitado la edificación de diques de contención del malestar social, evitando que, en las condiciones descriptas, se produjera un estallido en Argentina.

De todos modos, el equilibrio que se ha configurado es endeble y precario y la situación social en el país parece estar siempre al borde del desmadre. Desde hace un tiempo que, llegando a esta época del año, se vaticina un diciembre caliente y explosivo. Pese a ello, el fin de año de 2022 estuvo inundado por una algarabía inusitada provocada por el mundial de fútbol y por la eximia performance del plantel argentino en Qatar, que luego de una electrizante final contra el último equipo galardonado por la FIFA, obtendría la tan ansiada Copa del Mundo. Ahora bien, el elemento imprescindible al que cabe hacer referencia aquí es al fenómeno de masas que se suscitó con el arribo triunfal del equipo nacional de fútbol luego de su tercera vuelta olímpica, que puso en evidencia de un modo palmario que la política carece de una capacidad de movilización popular ni lejanamente comparable con la vivenciada aquella histórica jornada teñida de celeste y blanco. 

Luego de prolongados meses en los cuales las mediciones de opinión daban cuenta de un pronunciado descontento en amplios sectores de la población, junto con elevadísimos niveles de imagen negativa de la dirigencia política (de ambos polos de la grieta), en las semanas previas al evento deportivo global, había empezado a constatarse una incipiente recuperación del optimismo en la sociedad, atribuible -casi exclusivamente- al efervescente fervor mundialista.

En ese momento, entonces, la política vernácula –caracterizada como establemente agrietada y desvinculada de la base societal- procuró no sólo colarse en la fiesta futbolística, sino erigirse en la anfitriona del gran convite. En efecto, se decidió poner en marcha lo que se dio en llamar operativo “Messi en la Rosada”, referido al infructuoso intento del oficialismo para lograr que la selección nacional apareciera saludando a sus seguidores desde el palco oficial de la casa de gobierno, buscando con ello usufructuar el simbolismo de una Argentina triunfante.

Sin embargo, los miembros del plantel -quienes tampoco se encontraron con Macri en Qatar- rechazaron la invitación presidencial y rehusaron fotografiarse con Wado de Pedro en Ezeiza, quien quiso primeriar -de un modo sorprendentemente improvisado para alguien con pretensiones presidenciales- al titular del Ejecutivo. Es decir, los jugadores esquivaron magistralmente tanto la grieta como las sub-grietas (que ilustran, a su vez, la endeblez interna de aquellos espacios).

A esto se agrega que la multitud movilizada eludió casi por instinto abanderizar la fenomenal celebración por la Copa del Mundo, que se desenvolvió en un feriado nacional decretado a última hora. Se trató de un evento multitudinario sin precedentes. Sin dirección política. Sin dádivas ni acarreo. Fue una movilización popular autónoma, inorgánica, espontánea y profundamente pasional (con todas las implicancias que, quienes venimos de las Ciencias Sociales, sabemos esto conlleva), que devino el acontecimiento de masas más relevante de la historia nacional.

No obstante, el desplante de los “muchachos” a la propuesta gubernamental fue objeto de críticas. La más lapidaria surgió de un periodista de la TV pública, quien los tildó de “desclasados”, dando a entender que la situación de privilegio actual de los jugadores había producido una dislocación entre su nivel de conciencia y sus originarias condiciones materiales de existencia, las cuales -según esta casuística- los hubiera conducido a suscribir naturalmente al gobierno Nac&Pop.

Mientras tanto, del otro lado de la grieta, se aprovechó la ocasión para agitar una consigna contraria al decreto de feriado que habilitaba la movilización popular. Esto puede ilustrarse en el Tweet de la presidenciable del ala dura de la coalición opositora Patricia Bullrich que rezaba: “¡Bienvenidos, Campeones del Mundo! Recibamos a Messi y a la Selección con los valores que compartimos con ellos: los del esfuerzo y el trabajo” #YoFestejoTrabajando. Claramente, su propuesta careció de eco alguno en una multitud ansiosa por ser parte de una celebración masiva de esta envergadura. 

Efectivamente, todo lo acontecido en aquella extraordinaria jornada decembrista puso en evidencia, por un lado, el resquebrajamiento del mito fundacional peronista, erigido sobre una presunta e incuestionable identificación de las clases populares con el peronismo, y por otro, la ausencia de sintonía valórica entre la oposición no peronista y el electorado de a pie. En definitiva, lo que quedó claro es que la existencia de una oferta electoral ordenada en torno a dos grandes bloques de modo alguno implica la adhesión de la ciudadanía a los actores políticos que los conducen ni a las banderas identitarias que presuntamente representan.

Aun considerando que la negativa de los flamantes campeones del mundo a comparecer en la casa de gobierno, a partir de una aparición oficial de carácter estrictamente formal como se acostumbra en estos casos, constituye, como se dijo, un innecesario “ninguneo institucional”, lo importante a destacar es que la invitación gubernamental estaba dirigida a proponerles jugar un juego ajeno, cifrado a partir de coordenadas inadecuadas y sujeto a normas tácitas proclives a lecturas antojadizas; por consiguiente, es entendible que los deportistas hayan optado por evitarla impostación que implicaba intervenir en un juego institucional absorbido casi enteramente por la lógica de la grieta.

En ese sentido, es importante subrayar que la grieta se funda en la existencia de dos opciones negativas mutuamente excluyentes: el “mal menor” y el “mal mayor” para respectivos bandos y requiere de una narrativa sustentada sobre dos polos conductuales antagónicos de un mismo núcleo semántico, creando en la ciudadanía un concepto de política ya encasillado y extremo. Es la consagración de la negatividad como factor constitutivo de la identidad política.

El futbol, por el contrario, es la expresión de todo lo opuesto: no solo en términos de identificaciones -en este caso, positivas, direccionadas e inmutables- sino también respecto de la vara con la que se decide, valora y califica todo aquello que pertenece a este peculiar universo. Es decir, en nuestro país, el fútbol, a diferencia de la política, es implacable respecto a la excelsitud y perfección. No admite tan siquiera un “bien menor”. Se lloran los segundos lugares, se arrancan las medallas de plata, se padecen los subcampeonatos. Por ello, también se celebra con alma y vida cuando se llega a lo más alto. Por tal razón, a la ciudadanía argentina –a la que la política la ha forzado permanentemente a elegir entre males de diversa magnitud- esta vez, el fútbol le proporcionó la posibilidad (efímera, fugaz y perecedera) de volverse a ilusionar, abrazando fervorosamente, por una vez, a un incontrovertible “Bien Mayor”. El fútbol tiene razones que la política no comprende. Y que jamás comprenderá si jactanciosamente continúa desenvolviéndose al margen de lo que acontece en la sociedad.

Recopilando, volviendo a la situación política del país, en varias notas anteriores (Ganar perdiendo y perder ganando - Diagonales y Hecha la ley (electoral), hecha la trampa (dirigencial) - Diagonales), subrayamos que lo que se ha instaurado en Argentina es un esquema bicoalicional precario y endeble, basado en dos experiencias gubernamentales fracasadas. Son las reglas electorales que fomentan la grieta y la grieta que se nutre del ordenamiento jurídico existente lo que crean un equilibrio transitorio que, a su vez, permite generar una ficción de estabilidad política. Con las reglas electorales vigentes - que surgieron para democratizar a los partidos políticos y llegaron a poner en alerta a la gobernabilidad del país- se encorseta a los electores, quienes terminan votando por alguna de las opciones partidarias en disputa eligiendo al que consideran que menos daña a la democracia, sin experimentar por ello sentimientos de pertenencia ni identificación con sus respectivas construcciones argumentativas.

A esto se agrega que, pese a que el escenario electoral aparece organizado en torno a dos espacios cada vez más amplios y abarcativos, con el paso del tiempo y el transcurrir de los sucesivos comicios, se ha incrementado el número de desertores en cada uno de ellos, muchos de los cuales, ante las constricciones de la oferta política existente, han optado directamente por la abstención electoral. Al respecto, cabe resaltar un dato elocuente: entre las elecciones generales de 2019 y las PASO de 2021, la coalición peronista (FdT) perdió 4.549.538 votos y la no peronista (JxC) 1.308.953. En conclusión, desde el punto de vista meramente aritmético, la cantidad de personas que se alejaron de la grieta ha sido incluso más abultada que las que aclamaron en las calles a la Scaloneta. Un récord mundial sin precedentes.

*Con la colaboración del Lic. Rodrigo Díaz Esterio y la Lic. Ana Isabel Fiafilio Rodríguez | Miembros del Grupo de Estudios sobre Cambio Institucional y Reforma Política en América Latina (GECIRPAL)