Internas
Mientras en economía el Gobierno ha introducido virajes significativos en la orientación del modelo (del tipo de cambio fijo “sin plazos” pero con objetivos, a un improvisado esquema de flotación entre bandas), su estrategia política –en cambio- ha sido más lineal. Las tres pinzas de esa estrategia (legislativa, organizacional y territorial) tendrán su prueba de fuego en las elecciones porteñas del 18 de mayo
Las elecciones intermedias suelen tener –además de su función constitucional de renovación legislativa- una doble significación política: por un lado, constituyen un plebiscito capaz de refrendar (o impugnar) la orientación general del Gobierno; por otro, sirven a la oposición de filtro para ordenar las candidaturas de cara al próximo turno ejecutivo. Una curiosidad no menor de este año electoral es que los comicios serán también –en algunos distritos clave- una “interna” abierta del espacio político que habita el propio oficialismo.
La historia no empezó ayer a la tarde pero tampoco hay que remontarse a la edad media. El silbato de largada fue –paradójicamente- el claro triunfo de Juntos por el Cambio en las elecciones de medio término de noviembre del 2021. En dicha contienda la alianza amarilla obtuvo el 42,75% de los sufragios (Macri había logrado el 40.28 % en la presidencial de 2019), el Frente de Todos alcanzó los 34.56 % (cayó de su techo obtenido en 2019: 48.24 %), y la coalición de Milei-Espert salió cuarta cómoda (detrás del peronismo federal de Juan Schiaretti) con un módico 5.55 %. Como sabemos, dos años después se había dado vuelta la tortilla: las PASO del 13 de agosto de 2023 le dieron la victoria al candidato libertario, quien se llevó –en soledad- el 29,86% de los votos, por encima de JxC (28%) y de la oficialista Unión por la Patria (27,28%). El resto de la historia es conocida y no vale la pena reiterarla aquí. El punto a subrayar es que el abrupto ascenso de Milei–más allá de su propio impulso-, mucho le debe a la ruinosa gestión de Alberto Fernández y Cristina F. de Kirchner, como a la desbocada competencia por ocupar el liderazgo del espacio liberal-republicano, que el fracaso del gobierno de Mauricio Macri dejó irremediablemente vacante.
En este marco, el eventual proceso de recomposición de las fuerzas de centro-derecha ha cobrado una dinámica peculiar por la decisión estratégica del llamado “triángulo de hierro”(J. Milei, S. Caputo y K. Milei) de jugar sus cartas políticas a tres puntas.
En el plano legislativo el Gobierno se las ha ingeniado para sobrevivir hasta ahora utilizando un manojo diferenciado de tácticas (cooptación de dirigentes, negociaciones bajo cuerdas, seducciones presupuestarias, etc.); más allá de nuestra opinión sobre los contenidos de sus acciones, el menú de opciones ha mezclado diversos ingredientes: vetó las votaciones que perdió en el Congreso sobre asuntos que iban a contracorriente de su brutal plan de ajuste económico (financiamiento de las universidades o recomposición previsional); se amuchó con quienes encontró disponibles para impedir que las fracciones opositoras golpearan su línea de flotación fiscal (los “blindajes” del veto presidencial por el presupuesto universitario o el aumento de las jubilaciones y pensiones); se asoció para ganar algunas pocas votaciones propias (acuerdo sobre la “Ley Bases” o la autorización para re-endeudarse con el FMI); y finalmente, se resignó a perder –sin insistir- cuando quedó lejos de juntar los porotos necesarios para tallar en el conventillo judicial (los malhadados nombramientos de la Corte Suprema). En suma, lejos de construir una coalición parlamentaria estable, el Gobierno optó hasta ahora por un esquema de acuerdos múltiples y móviles: un rompecabezas que se arma –y se desarma- caso por caso.
La estrategia legislativa del oficialismo se comprende mejor cuando entendemos que está subordinada a un objetivo que opera en un nivel algo menos visible, pero más fundamental: la construcción de un instrumento de poder propio. Así, en el plano organizacional, los hermanos Milei han mostrado su inequívoca voluntad de conformar un espacio partidario jerárquico, cerrado, vertical, donde la consigna clave es “subordinación o guillotina”; un ámbito donde no hay mucho margen para la crítica interna, la disidencia política, la duda ideológica o el titubeo en la gestión. Desde Victoria Villarruel a Ramiro Marra, pasando por Osvaldo Giordano, Diana Mondino y un centenar de funcionarios de alta gama, sobran los ejemplos de esa irresistible tentación autoritaria por agredir a los de “afuera” (artistas, periodistas y otros colectivos sociales), y por castigar con la purga y la defenestración a quienes no rindan pleitesía “adentro”.
En este punto no está demás anotar una contradicción que serpentea por los corrillos gubernamentales: pese a que Milei acostumbra a mirarse en el espejo de Carlos Saúl Menem, no lo sigue en una enseñanza fundamental. Ni bien ganó la interna peronista contra Antonio Cafiero, el caudillo riojano se dedicó a integrar a la “cafieradora”, subiéndola a su pintoresco “menemóvil”; y ni bien triunfó en las elecciones presidenciales de 1989, se abocó a ensanchar la base política y electoral de su gobierno. El actual presidente, en cambio, exige una obediencia ciega de sus seguidores mientras cocina sus decisiones en un estrecho círculo alrededor de una mesa ratona.
Finalmente, en el plano territorial (tanto geográfico como digital), el oficialismo ha decidido ir por todo el espacio político que va desde el centro a la extrema derecha, y la madre de todas estas batallas la dará en la Ciudad de Buenos Aires. Por eso, una elección que en tiempos normales sería absolutamente marginal (la renovación de la Legislatura porteña) se ha convertido en una confrontación crucial, no sólo para definir la marcha de este año electoral, sino incluso para terminar de dibujar el perfil político del gobierno de Milei hasta el final de su mandato.
Sobre este telón de fondo cobran sentido las curiosas declaraciones que hizo recientemente el actual vocero presidencial y principal candidato mileísta en CABA, Manuel Adorni: "Perder por un punto contra Santoro, sería un resultado excelente" (La Nación, 20/04/2025). Así presentado, el mensaje es diáfano: no importa perder contra el peronismo, lo importante es ganarle a la familia Macri; y en el camino, demostrarle a la vieja casta que hay una “nueva” casta de reemplazo, que no hay vida política fuera de La Libertad Avanza, y que el PRO ya fue.
No sé cuánto de novedad anarco-capitalista le queda al primer mandatario (¿Usar el poder del Estado para hacer negocios con una cripto-moneda en qué libro libertario está escrito?), pero en cuestiones de política interna razona con un paradigma más antiguo: el kirchnerismo tendría “pies de barro” y la verdadera competencia habría que darla contra el “enemigo fraterno”, las huestes de Propuesta Republicana. Por supuesto, no se trata principalmente de una confrontación ideológica, sino de una desembozada lucha por el poder, por el control político del territorio y por el manejo de jugosos recursos para hacer política.
Como en toda contienda, el oficialismo podrá ganar o perder, pero en este caso no será menos relevante determinar a qué fuerza le gana o contra quién pierde. En pocos días sabremos si la Ciudad de Buenos Aires mantendrá el mismo color partidario o comenzará a cambiar de tonalidad; y de manera más general, si la estrategia política del triángulo de hierro será avalada por las urnas o el objetivo porteño quedará –como decía el recordado título de una película bélica- “demasiado lejos”.