“La casa propia” es (o era) el proyecto de vida de las grandes mayorías trabajadoras. La casa supone estabilidad y protección frente a las crisis. Supone, también, echar raíces, frente al carácter volátil del mercado, las experiencias, estilos de vida e identidades sociales que comercializa el neoliberalismo. En la actualidad, este proyecto se ha vuelto una utopía o directamente ha abandonado el imaginario colectivo de las clases trabajadoras, debido a la incapacidad ahorrativa del salario promedio, a la precarización laboral, al valor cada vez más exorbitante de la propiedad y al impúdico y circular negocio inmobiliario de los alquileres.

Hace algunos años que, cada vez que pienso en la política, entendida como la arena de disputa entre sectores con intereses, recursos materiales y simbólicos e ideologías antagónicas, se me figura –casi involuntariamente- la imagen de un mapa o tejido configurado por infinitos puntos y relaciones. Ante tan abrumadora representación, no puedo más que sentirme confinado a mi vida cotidiana, cernida a la crianza de un bebé, al trabajo, la familia y al proyecto (que se avista lejano) de una vivienda propia. Especialmente, me siento comprometido con una causa -quizás poco heroica y poco holista-como es la de conservar mi salud mental. Una vida corriente, como –estimo- viven la mayoría de las personas en las grandes ciudades.

Pero más allá de toda pesquisa sociológica sobre la situación social y política actual, no dudo en que me he vuelvo más individualista y escéptico. Cuando digo “individualista” no es porque detracte la vida en comunidad, sino al contrario. Y cuando digo “escéptico”, no es porque me falten ilusiones o esperanzas de que las mayorías tengamos una vida algo más “plena” (aunque tal concepto deberíamos debatirlo). Antes bien, me resisto a esta inclinación individualista y antipática, achacándome mi poca alfabetización en la política y mi falta de compromiso moral. No obstante, me cuesta entender cuál es el rumbo de los más importantes problemas que conciernen a la comunidad.

A riesgo de extrapolar mis propias impresiones sobre la situación actual a la experiencia colectiva (y excúsenme nuevamente, porque no puedo más que correr ese riesgo), parecería identificarse una percepción común, según la cual más allá del resultado de las próximas elecciones, la crisis no será resuelta. Si bien las distintas fuerzas políticas evocan la necesidad de un cambio, ya sea profundizando y mejorando lo ya hecho por el actual gobierno o bien a partir de una drástica transformación que trastoque los mundos del trabajo, la economía, la vivienda y la seguridad, entre otras cuestiones, no parece haber entusiasmo entre la gente común (me incluyo en dicha categoría), y mucho menos, la creencia en que una transformación de fondo pueda ocurrir en un futuro cercano.

En efecto, cuando observo publicidades de campaña electoral, una película o serie actual, o si hago un balance de mis conversaciones cotidianas con pares, percibo la presencia de una subjetividad libertaria, que más allá de toda crítica al capitalismo, al patriarcado u otras formas de dominación, naturaliza a un individuo que se adapta estratégicamente a situaciones de escases. En este marco, el conflicto y la lucha de clases, más que negado, es neutralizado y olvidado, como algo que ya ha sido superado. Cabe aclarar, en este sentido, que la superación del conflicto no se comprende como “resolución” del mismo, sino en el orden de lo inevitable e irreversible.

Según se deduce, frente a la fría aceptación de lo inevitable e irreversible, no queda más que invertir las energías o esfuerzos humanos en asuntos factibles. Percibo, en consecuencia, una sociedad que se adapta a “lo posible”, pero que no cuestiona los principios que anidan en la construcción de las creencias, y que, por ende, determinan las condiciones de posibilidad de “lo posible”.

A su vez, estos asuntos “factibles”están vinculados al deseo y a la libertad individual. La revolución hoy no es una idea gravitacional, y lo mismo está sucediendo con el proyecto “la casa propia”. Frente a las cosas que requieren esfuerzos colectivos y proyecciones a largo plazo, las metas individuales se revelan como “realizables”, y más cuando estas se vinculan con el cuerpo, la espiritualidad, la salud, la sexualidad y el uso del tiempo libre, todas estas, regiones donde es posible reconocer con cierta facilidad los cambios y avances.

Ante este panorama narcisista y cortoplacista, un claro síntoma de la ceguera de nuestros tiempos es que no se discuten las creencias ni los fundamentos que sostienen estos estilos de vida. Como los mismos vienen asociados a una idea de libertad (individual), parecen disociados de las creencias. De manera que, tanto en la política como en la vida cotidiana, no se discute lo que está en la base sino lo que está en la superficie. No es casual que nuestra cultura levante hoy una afrenta muy especial contra los “mandatos”, palabra asociada al dogma, al poder y a la autoridad. Esto es así porque, al contrario de los mandatos, las “creencias” están en un lugar mucho más ominoso, vago, difícil de reconocer y modificar. En efecto, nuestra sociedad discute mandatos que afectan diferentes órdenes de la vida de las personas, y que se imponen de forma doctrinaria, como, por ejemplo, el mandato de la hetero-normatividad, el mandato de la monogamia o el mandato de la reproducción como fin de la sexualidad. La afrenta contra estos mandatos es vista como la más clara bandera de resistencia.

Si bien es cierto que la desnaturalización de estos mandatos supone un necesario y deseable “avance” en términos de la consagración de indispensables libertades, creo que hay una serie de creencias que nuestra sociedad no discute, o que ha dejado de discutir, y que, como correlato, han devenido en la imposición de nuevos mandatos.

Entre tales creencias, se encuentra aquella que reza que es necesario vivir en el presente. Vivir en el presente en tanto que acceder a diferentes “experiencias” que la atadura con una cosa (la casa propia, por ejemplo) o con una persona (la crianza como práctica de cuidado del otro/a, por ejemplo) vienen a entorpecer.

Por otra parte, la creencia en que lo inmediato, es decir, lo que se brinda fácilmente a la experiencia sensorial, es lo real, mientras que lo mediato, es decir, lo que requiere un cultivo, un cuidado, una espera, carece de utilidad y sentido, está cimentando una forma de poder que funciona con el mandato de la libertad, la auto-exigencia y el rendimiento individual. Esta creencia afecta, desde ya, al desarrollo de oficios y a diferentes profesiones y ciencias (como las sociales y humanas), pues se trata de saberes que requieren una “demora” que el mercado no puede esperar ni financiar.

En este marco, la creencia en la casa propia, que simboliza lo duradero o lo estable, no solamente se ocluye mediante tácticas persuasivas ligadas a lo ideológico y al consumo, sino que también se aplaca de forma autoritaria, haciendo pesar toda la gravedad de las leyes y de la fuerza pública en favor de la acumulación de la propiedad privada. Lo que sucede en el interior del país (Jujuy, la Patagonia, ejemplos contundentes) revela que la lucha por la tierra y la casa propia no se disuade con la oferta de entretenimientos y estilos de vida new age.

No habrá paliativos para la crisis, en el mediano y largo plazo, hasta tanto “la casa propia”, que aquí utilizo como una metáfora que va mucho más allá del techo y las cuatro paredes, pero que también representa dicha materialidad, se conviertan nuevamente en un proyecto plausible para las mayorías.