El resultado de las PASO ha sido conmocionante, y aun cuando resulta difícil reflexionar sobre aquello que hace apenas algunas semanas no se vio venir, cabe considerar que, como todo fenómeno sociopolítico, es el producto de una multiplicidad de causas. Una única razón no es capaz de explicar lo sucedido, antes bien, para comenzar a interrogar este fenómeno resulta necesario poner en juego una constelación de elementos que (como las constelaciones formadas por estrellas) trace un específico dibujo, cuya forma se vería modificada y, con ella, el sentido de la constelación, si uno de esos elementos (o estrellas) se encontrase ausente o cambiase su posición dentro del conjunto. Entre tales elementos, uno de obvia relevancia es la defensa de la libertad, valor al que nadie que quiera vivir en una sociedad democrática puede dejar de adherir. Sin embargo, bajo el mismo término pueden englobarse distintos sentidos, no necesariamente compatibles entre sí, dando lugar a una lucha por establecer el sentido predominante de –en este caso– la libertad. Y es en esa lucha que los sectores democráticos estamos siendo claramente derrotados.

No es esta la primera ocasión en la que la cuestión de la libertad ocupa el centro de la escena pública. Ya estaba en juego cuando, durante la presidencia de Cristina Fernández de Kirchner, una medida de regulación cambiaria fue percibida como una restricción a la propia libertad –de comprar tantos dólares como uno quisiera–, al punto tal de que fue percibida como un “cepo”. No tanto en referencia al antiguo instrumento de tortura como al implemento usado por inspectores de tránsito para trabar una rueda del auto en infracción, impidiendo su movimiento, hasta que no fuese pagada la correspondiente multa. A través de estas lentes, una regulación colectiva (aquí una medida del Poder Ejecutivo) es percibida únicamente como una restricción, que limita mi libertad, sin que sea posible verla de alguna otra manera (por ejemplo, como una política orientada al cuidado de la estabilidad económica).

Pero el momento que puede ser considerado un parteaguas en la discusión pública en torno a la cuestión de la libertad es la pandemia, cuando las medidas sanitarias, especialmente las referidas a la circulación por la calle, fueron –una vez más– percibidas únicamente como instancias de restricción –y no, por ejemplo, como políticas de cuidado–. Este tema ya lo he discutido en otra nota, en la cual planteo la necesidad y urgencia de discutir esa concepción individualista, para la cual la libertad es equiparable a la ausencia de semáforos que ordenen el modo en que transitamos por las calles, pues toda regulación colectiva es percibida como una intervención sobre mi persona, que restringe mi libertad. Es inevitable preguntarse, para Milei ¿los semáforos son una política socialista?

Sin embargo, no es esta necesidad de encarar una discusión acerca del sentido de la libertad lo que hoy predomina en el espacio público, antes bien, los sectores identificados como “progresistas” se inclinan por cuestionar esa percepción de la libertad en base a una defensa de la dependencia. Específicamente, de la relación de dependencia en el mundo del trabajo. Frente a la figura neoliberal del emprendedor, con la promesa de libertad que ella contiene, de ser el propio jefe y hacer lo que uno quiere, estos sectores plantean al trabajo en relación de dependencia como el horizonte futuro a ser alcanzado. Eso es lo que plantea, por ejemplo, Roberto Feletti en una reciente entrevista en el programa “Marca de Radio”, al afirmar que el único trabajo de calidad (posible en la Argentina) es el trabajo en una fábrica; o bien, atraviesa la campaña presidencial de Sergio Massa, para quien el “laburante” y sus derechos a ser defendidos, remite, invariablemente, al asalariado en relación de dependencia. No se trata de un fenómeno propio de la Argentina, también Luiz Inácio Lula da Silva apela a esa figura como contraparte de su reiterada promesa de campaña, según la cual en su presidencia el pueblo podrá hacerse un asadito los sábados, tomándose su cervecita, que, por supuesto, nada dice sobre cómo sería la vida de ese pueblo de lunes a viernes.

Sin dudas, es mejor contar con la serie de derechos asociados al trabajo asalariado formal en relación de dependencia, que no contar con ellos, como les sucede a les trabajadores precarizades. Derechos que, incluso, generan la posibilidad de un ámbito de libertad que se sostiene en la relación de dependencia. Eso es, en última instancia, el “tiempo libre”, aquél liberado de la carga del trabajo gracias a los derechos conquistados en el marco de la relación laboral (y que la frase “vacaciones pagas” expresa).

Pero, por un lado, eso no quita que la dependencia en el trabajo conlleve que uno no es dueño de lo que produce (pues es propiedad del/de la empleador/a), ni tiene autonomía para tomar decisiones sobre el proceso de trabajo que ocupa unas 40 o 48 horas de cada una de nuestras semanas (con excepción de las dos o tres al año destinadas a las vacaciones), durante unos 40 años. Tal la relación que el progresismo defiende y que, por el otro lado, el discurso neoliberal cuestiona, prometiendo, en su lugar, la libertad y autonomía de ser uno su propie jefe. No comprender esto último es no comprender de dónde proviene una parte no menor de la potencia del discurso neoliberal, que es, a su vez, un primer paso imprescindible para combatir su creciente predominio en la escena pública. Lucha que no se encara, al menos no verdaderamente, si nos quedamos en la sola reiteración ritual de la fórmula de la dependencia como el horizonte que las nuevas generaciones deberían desear para su futuro. Elaborar una visión otra de la relación laboral, en la cual la libertad tenga un protagónico lugar, pero sin que sea en el sentido individualista que el neoliberalismo le da, es una tarea de primer orden para aquelles que se tomen en serio el desafío de llevar adelante una lucha cultural en defensa de la democracia, más allá de la reiteración de siempre las mismas fórmulas.

“En serio” como sucede hace ya décadas en las luchas de género que produjeron una verdadera revolución cultural, por la que un conjunto de cuestiones que para la generación de nuestres abueles eran completamente impensables –pues quedaban por fuera de lo que sus categorías de pensamiento permitían procesar– y, como tales, imposibles de ser realizadas, al menos públicamente, hoy son actos rutinarios. Como el que dos personas del mismo género contraigan matrimonio.

Por el contrario, quizás el caso más sintomático de reiteración de fórmulas hechas, vaciadas de todo contenido significativo, esté dado por uno de los cánticos que se repiten en los actos protagonizados por Cristina Fernández de Kirchner. Incluso, en el acto de presentación de la reedición del libro Después del derrumbe, Conversaciones de Torcuato Di Tella y Néstor Kirchner –al momento en que escribo estas líneas, el último en el que ella ha participado–, se la recibió al calor de este coreado cántico: “Cristina, Cristina, / Cristina corazón / acá tenés los pibes / para la liberación”. ¿En qué consiste la liberación para la que eses pibes se ofrecen?, ¿cuál es el sentido de la “libertad” allí en juego? Cabe dudar de que se trate de la liberación que prometía la patria socialista por la que luchaba parte de la juventud camporista de la década del ’70 (aquella que Bombita Rodríguez, el personaje de Capusotto, volvió a poner en escena). Porque el carácter capitalista de las políticas y de la visión del país de Cristina Fernández de Kirchner es reiteradamente subrayado por ella misma. Aun cuando se trata de un capitalismo regulado por el colectivo (especialmente por el Estado) que se contrapone a la autorregulación del mercado defendida por el discurso neoliberal.

Ese cántico, la fórmula vacía que está en su centro y que se reitera sin pensar “en serio” en su sentido, encierra uno de los principales dilemas de la cultura política argentina contemporánea. En el cual, desde el lado progresista, se plantea una concepción hueca de la libertad, que no es más que el reverso de la defensa de la dependencia (al menos en la relación laboral). Mientras que del lado de los sectores antidemocráticos se plantea una clara concepción de la libertad (neoliberal) como promesa de horizonte futuro. ¿Es, acaso, inentendible que un individuo vote por esta promesa de libertad antes que por un futuro de dependencia?