En la Argentina, la democracia hoy se ve amenazada por las consecuencias de una perspectiva que despolitiza todo aquello que mira, incluyendo a la política. Pero ¿qué quiere decir “despolitización”? La respuesta más evidente es que se trata de un modo de ver que deja de lado, o hasta ataca, aquello que la política “es”. Respuesta que nos deja ante una nueva pregunta: ¿cómo se determina cuál es el rasgo que define lo que la política “es”? Establecer la respuesta a esta segunda pregunta, es ya un objeto de disputas políticas, en las que se lucha por establecer “lo que es”. Por eso, la manera en que yo entiendo a la “despolitización” puede ser distinta a la de otro, que tiene una manera diferente de ver las cosas, lo cual abre una competencia política, entre nosotros, por la definición de la política. Así, sin descuidar el carácter particular de toda concepción, propongo esta relación con un otro –que ve lo mismo que yo de una manera distinta– como ese rasgo de la política al que las perspectivas despolitizantes atacan. Rasgo sin el cual, no resulta posible una sociedad democrática, en la cual puedan convivir quienes piensan distinto.

Una de las maneras de atentar contra esa relación es tachar de incorrecta la mirada otra de las cosas. Pues, en ese caso, no estaríamos ante dos visiones distintas, igualmente válidas, sino ante una visión correcta, que como tal es la única valedera, y otra incorrecta, que ha de ser dejada de lado, incluso por quien hoy la sostiene. Esto no implica abandonar completamente la oposición correcto-incorrecto a la hora de hablar de política, se trata más bien de asignarle su lugar específico. Ya sea a la hora de constatar si algo ocurrió o no (por ejemplo, si la ciudadanía votó de esta manera o de aquella), pero no a la de evaluar lo ocurrido (qué expresó la ciudadanía al votar así); ya sea cuando se discuten los mejores medios (la efectividad de la cuarentena frente a la Covid-19), pero no cuando se contraponen distintos fines (si la protección sanitaria del colectivo justifica o no una restricción a la libertad de circulación).

Desplazar el uso de esa oposición hacia la evaluación de fines, es el rasgo propio de una perspectiva que hace ya años forma parte de la cultura política argentina, apuntado hacia la despolitización de la vida social, al reducirla a una mera gestión de las cosas, sin que se acepte la existencia de visiones distintas acerca de para qué gestionarlas de esa manera. Esto es lo que se expresaba en el eslogan de Mauricio Macri, según el cual su gobierno estaba “haciendo lo que hay que hacer”. Sin discusión posible acerca de qué es lo “que hay que hacer”, pues esto se define “técnicamente” como algo no abierto al debate. Mirada tecnicista para la cual no puede haber otro, como no sea aquel que por mera ignorancia pretende hacer lo incorrecto.

Una segunda manera de atentar contra el otro, se produce en base no ya a la reducción de los fines al conocimiento técnico de la situación, sino al trazado de un límite moral, a partir del cual otra mirada es caracterizada no ya como errada, sino como corrupta. Sin dudas, la figura de Elisa Carrió expresó y expresa este planteo despolitizante, a través del cual construyó la columna vertebral de su carrera política. No hay aquí vínculo posible, pues el otro encarna una figura del mal, a la que sólo cabe expulsar del cuerpo social.

Ambas miradas impulsan una suerte de “purificación” de la política, orientada a erradicar todo elemento que pueda contaminar el aséptico conocimiento técnico, o manchar la limpia moral. En definitiva, ambas contienen –implícita o explícitamente– la pretensión de eliminar todas las otras miradas, en la que no perciben más que un factor de impureza. Punto en el cual evidencian su carácter autoritario.

Puede todavía, señalarse un tercer modo de despolitización, caracterizado por su “indiferencia”, en el más literal de los sentidos del término, en tanto implica una mirada que no-diferencia, que torna a todos equivalentes; noche en la cual todos los gatos son pardos. Aquí también se diluye el lugar de un otro, en tanto queda identificado con el conjunto, bajo la idea de que “son todos lo mismo”. Con la diferencia, para nada menor, de que esta mirada no entraña la postura autoritaria que aspira a la eliminación de ese otro, antes bien, se caracteriza por una suerte de apatía, propia de a quien todo le da más o menos igual.

Otra diferencia, clave en la actual coyuntura, es que las miradas purificadas de la política pueden tornarse una manera de ganar votos, a cambio de fomentar la agresión hacia un otro que no se acepta como tal (Mauricio Macri, Elisa Carrió, José Luís Espert o Javier Milei procuran posicionarse políticamente por esta vía). En cambio, la indiferencia, con su apatía, no es una vía para obtener la adhesión ciudadana, pues si son todos iguales, entonces ¿qué sentido tiene votar a uno en lugar de otro?, más aún, ¿qué sentido tiene votar? Es decir, fomenta la percepción de que la política no sirve para nada, que no puede solucionar los problemas que pesan sobre mi vida cotidiana. Y cuando esa percepción gana centralidad se genera el espacio para que crezca políticamente quien consiga presentarse como portadores de “la” solución, la única posible (sin otros), ya sea de carácter técnico o moral. Por esta vía se puede sacar a la ciudadanía de su apatía, fomentando una pasión autoritaria y agresiva.

La democracia que en 1983 se instituye en la Argentina se inicia con dos promesas: por un lado, que “nunca más” se daría lugar al autoritarismo, que elimina al otro por su manera distinta de ver las cosas; por el otro, que “con la democracia se come, se cura y se educa”, que ella no es sólo un sistema político sino también un modo de relacionarnos, capaz de solucionar la cuestión social. La creciente percepción de que la política no está a la altura de brindar esta solución, de que ya ni siquiera lo intenta, enredada en disputas internas, lejanas a lo que pasa allí afuera, en la calle, esa percepción, decía, no sólo fomenta hoy la apatía de una parte de la ciudadanía, también amenaza con romper la otra promesa de la democracia, al favorecer la reemergencia del autoritarismo, aunque no ya con eje en la corporación militar.

Sería un diagnóstico desacertado tratar de tontos o simples reproductores de lo que los medios de comunicación les dictan a aquellos ciudadanos que encuentran al menos una respuesta en una política despolitizada y de agresivo autoritarismo. Antes bien, hoy la tarea de la política democrática, del gobierno, por supuesto, pero también de todo aquel que quiera evitar el regreso al autoritarismo, es proponer soluciones nuevas a la problemática cuestión social, a la vez que lo hace a través de una política que pueda aceptar la existencia de un otro. En suma, estamos ante el desafío de revitalizar las promesas de nuestra democracia o acercarnos peligrosamente a, una vez más, perderla.