La sociedad argentina se encuentra gobernada por la ilusión de la “desestructura”. Mediante la reproducción de esta idea, se maximiza la creencia de que poseemos mayores grados de libertad. Sin embargo, detrás de ese fetiche se esconde un fuerte mandato, que coloniza nuestra vivencia del tiempo así como nuestra relación con las prácticas, canalizando buena parte de nuestras energías vitales en mantenernos “informados”. ¿Cómo podremos desenmascarar la estructura detrás de la desestructura? ¿Cómo podremos desestabilizar su mecanismo disciplinador?

La vida en las sociedades contemporáneas ha modificado radicalmente la experiencia temporal. El tiempo continuo, que no tiene comienzo ni final, ha logrado imponerse como eje vertebrador de nuestras prácticas cotidianas y relaciones sociales. Emulando al reloj en su constitutiva naturaleza, creemos que la aparente libertad que brinda la sensación de infinitud es más saludable y placentera que las cosas que empiezan y terminan. Como resultado de ello, nada que tenga apertura y cierre, y que requiera una forma de ritual parece revestir interés, excepto la celebración inagotable del individuo narcisista.

En este sentido, al presente -en tanto espacio de la experiencia- le hemos borrado toda frontera para volverlo así una zona de mero pasaje. Quizás por haberse naturalizado la percepción de que el sistema está agotado, que la realidad abruma, que no hay otra posible, que el pasado fue mejor y el futuro carece de utopías, el presente se habita como una tierra arrasada. Que no se malinterprete esta expresión. No es que hayamos abandonado los esfuerzos civilizatorios, o nos arrojemos a la apatía y al desinterés. Por el contrario, en el presente hacemos todo tipo de esfuerzos para mantener en forma una sociedad que presume no tener estructuras. He convenido en llamarla “la disciplinaria sociedad de la desestructura”.

La tesis es que no existe sistema posible sin estructura, ya que esta última es la trama, guión o partitura sobre la que se puede improvisar. Sin embargo, nuestra sociedad reproduce ideológicamente la ausencia de estructura para atenuar la conciencia del esfuerzo y del cansancio que implican las obligaciones y exigencias que requiere su manutención. De esta forma, se multiplica la ilusión de que somos libres de administrar estratégicamente nuestros esfuerzos y energías, para preservar el confort, el descanso y la autorrealización, que nos saben a pura felicidad. Tal como argumentaba Karl Marx, si en las sociedades capitalistas decimonónicas las/los asalariados podían elegir libremente a quién vender su fuerza de trabajo pero no podían elegir no venderla, en la disciplinaria sociedad de la desestructura los sujetos pueden elegir libremente cómo administrar sus opciones, pero no pueden intervenir sobre las condiciones de su creación.

Es decir, que detrás de la desestructura se esconde un potente y altamente eficaz mecanismo disciplinador. La disciplina se transforma en auto-disiciplina, pues es el individuo quien carga con la responsabilidad de esforzarse para sostener o incrementar sus privilegios y jerarquías en una sociedad que invita a todos/as a alcanzar lo que desean.

La mayor parte de nuestra energía civilizatoria, en este presente devaluado, se nos va en mantenernos informados. Lo curioso es que, para sostener esta empresa, ya no dedicamos una o dos horas diarias de noticieros o un domingo de periódicos y revistas, sino que le hemos entregado casi la totalidad de nuestro tiempo. Y es que, como es posible conectarse a cada momento, no es necesario tomarse un tiempo para informarse, como quien se levanta y primero se lava los dientes, luego desayuna, se viste y finalmente se va al trabajo. Por el contrario, uno puede informarse sobre toda clase de cosas mientras hace toda clase de cosas.

Retomando las ideas del filósofo Byung-Chul Han, se puede afirmar que la sociedad de la desestructura venera el principio de la “desmaterialización” de la vida. Como efecto de tal proceso, la relación con las cosas a través de la práctica ha devenido progresivamente en la relación con la información a través de los dispositivos digitales.

Creo que hay, en nuestra sociedad, una obsesión por la información. Pero no por la información periodística, sino más bien por conocer cuál es el misterio detrás de las cosas y de las personas. No importa tanto saber cuál es la fuente de la información sino la consagración del dato como una evidencia que habla por sí misma. El problema es que la lógica del dato no requiere la presencia de narrativas o discursos que construyan sentidos. En esa lógica, no se trata tanto de conocer un principio de unidad que subyace a las cosas, o la búsqueda de la verdad, sino de un registro obsesivo y no necesariamente significativo de lo real.

Es decir, que aunque el conocimiento es la llama que enciende nuestro espíritu y revela parte de la condición humana, la obsesión por la información no supone la transformación del mundo sino una norma aditiva, que acumula datos en nuestra mente. La información, en sí, no desestabiliza ni transforma la realidad. Por el contrario, se trata de un registro para nada neutral pero, en cualquier caso, altamente digerible. Como las comidas con azúcar o sal agregada, nos invita a más bocados.

¿Cuál es entonces la relación entre la sociedad de la información y la disciplinaria sociedad de la desestructura? ¿Cómo y por qué la desmaterialización de la vida nos mantiene disciplinados? En primer lugar, una de las consecuencias de la infomanía es que nos vuelve contemplativos frente a la realidad así como frente a sus múltiples injusticias.

El efecto de una sociedad abandonada a la vivencia del tiempo continuo es la devaluación de la práctica creativa, al prevenirla de los peligros y descubrimientos inherentes a la vida. Por el contrario, la acción en el presente es liviana, de baja intensidad y compromiso ético- comunitario, puesto que se desvanece en la perfectibilidad de las ideas a la que nos conduce la lógica de la información. Doscientos videos para ver cómo se hace el bizcochuelo del domingo, para finalmente ir a la panadería a comprar una docena de facturas. Ochocientos tutoriales sobre cómo criar bien a nuestros hijos/as, para acabar en el tradicional mecanismo compensatorio de los regalos. 

No es tanto una afrenta contra las herramientas y saberes que nos ofrecen las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (lo que vengo a plantear) como la identificación de un problema en el modo en que estamos experimentando la temporalidad. Porque el efecto de “no poder no elegir” entre las tan diversas posibilidades de hacer las cosas que nos interesan, de estar con las personas que nos gustan, de utilizar nuestro tiempo de la manera más eficaz frente a una vida apresurada, es que las cosas y personas que se encuentran a la mano se han vuelto imperceptibles y desechables.

Considero que la sociedad de la desestructura cancela toda positividad al atenuar el sufrimiento. Queremos convencernos de que sentimos profundamente, que cuidamos a nuestros padres, madres, familiares y amigos/as, pero soslayamos los detalles de sus biografías por preferir conocer qué están mostrando un conjunto de personas casi desconocidas en las redes sociales virtuales.

Sólo porque podemos hacerlo, es que lo hacemos. En esa ilusión de “poder hacerlo” (poder estar en varios lugares al mismo tiempo, poder hacer varias cosas al mismo tiempo, poder iniciar y finalizar una conversación cuando queremos) estriba el mecanismo disciplinador de esta sociedad aparentemente desestructurada y también el secreto de la degradación del lazo social. La experiencia del sinfín de opciones no es otra cosa que la supresión de toda libertad.

Paradójicamente, la vivencia del tiempo continuo en la sociedad de la desestructura ha vuelto la vida altamente volátil. Dado que todo es posible, es que generalmente nada termina siéndolo. La devaluación del presente se convierte en ansiedad por el futuro. En un mar de alternativas, no hay ninguna lo suficientemente buena para elegirla ni lo suficientemente mala para descartarla. Tras la creencia en nuestra infinita posibilidad de exploración de la realidad, nuestras libertades se restringen cada vez más porque nos cuesta profundizar en cualquier tema, tarea, práctica u oficio. Fluimos como líquidos, escurriéndonos de relaciones complicadas, de trabajos mal pagados, de series que no nos convencieron, reproduciendo la disciplina que nos obliga a escapar de todo esfuerzo, de toda lucha.

Si algo dura mucho tiempo, entonces se vuelve sospechoso, poco saludable o placentero. En cambio, lo único que dura mucho tiempo es el ego, el individuo narcisista y sus deseos de autorrealización y de felicidad. En definitiva, no creo que vivamos en una sociedad sin estructura sino que, por el contrario, estamos en épocas de un disciplinamiento sin precedentes. La disciplina (que es auto-disciplina) no asume el rostro de un “no” sino el rostro de un “sí”. Se alimenta de la creencia en que todo, con buenas intenciones e iniciativas, es posible. De manera que no hay que descartarse de nada, sino abrirse a todas las posibilidades. Uno de los efectos más perniciosos de ilusión de libertad que provoca la creencia en la desestructura es que se perpetúan las jerarquías y desigualdades sociales existentes. Cabe preguntarse, entonces: ¿cómo podremos desenmascarar la estructura detrás de la desestructura? ¿Cómo podremos desestabilizar su mecanismo disciplinador?