El objeto de esta columna de opinión es la de explicar la posición argentina en la IX Cumbre de las Américas en el contexto de las relaciones argentino-estadounidenses. Si observamos dichas relaciones desde la perspectiva de las autoridades de la Casa Rosada y del Palacio San Martín, el vínculo con los Estados Unidos persigue evitar dos extremos: el del alineamiento incondicional con los Estados Unidos y el de la ruptura total de los vínculos. El primer extremo tiene un enorme costo político interno para la gobernabilidad de quien está sentado en el sillón de la Rosada. Además, tiene el inconveniente adicional de desafiar abiertamente la pretensión de independencia, autonomía o libertad de acción externa que, en mayor o menor medida, comparten todas las gestiones. El segundo extremo pone en peligro la opción de contar con el respaldo político de Washington en las gestiones de la Argentina con los organismos internacionales de crédito, cabe recordar que Estados Unidos es el principal accionista en el Directorio del Fondo Monetario Internacional (FMI). Por ende, las relaciones argentino-estadounidenses recorren un sendero pendular que oscila entre momentos de mayor acercamiento relativo hacia las preferencias de Washington -sin llegar al alineamiento automático- y momentos de mayor alejamiento relativo -sin llegar a la completa ruptura de relaciones-.

Como ejemplo de acercamiento relativo o alineamiento que no llegó al extremo de la automaticidad, cabe recordar que las relaciones entre las autoridades de la Casa Blanca y la Rosada llegaron indudablemente a su mayor grado de acercamiento histórico durante la década de 1990. Cabe advertir, a la vez, que este complejo vínculo incluyó temas de coincidencia: condena a la situación de los derechos humanos en Cuba, apoyo a las medidas de no proliferación nuclear promovidas por los Estados Unidos, apoyo argentino a las resoluciones de Naciones Unidas de castigo al régimen iraquí por su invasión a Kuwait, envío de naves argentinas al Golfo Pérsico como medida simbólica de apoyo a la política norteamericana frente a Irak (Guerra del Golfo Pérsico), y apoyo argentino al Plan Colombia lanzado por Estados Unidos en el marco de su política regional de lucha contra el narcotráfico.

Asimismo, la relación entre estos países incluye temas de divergencia como el ingreso de los países de la región al Área de Libre Comercio de las Américas sin resolución de la cuestión de los subsidios agrícolas que favorecen a los Estados agrícolas de la Unión y perjudican las exportaciones agrícolas latinoamericanas, el embargo económico contra Cuba, la extradición de narcotraficantes extranjeros para ser juzgados en Estados Unidos, la política de certificación, la descertificación a países productores de droga, las medidas impulsadas por Washington y cuestionadas por Buenos Aires; la invasión norteamericana en Panamá, los plazos de pago de royalties en concepto de propiedad intelectual a los laboratorios norteamericanos, el Estatuto de Roma y Corte Penal Internacional (en este punto Estados Unidos defendió la inmunidad para sus tropas en el exterior y se opuso a su juzgamiento por una Corte global, mientras que la diplomacia argentina impulsó la idea de una justicia transnacional).  Y temas no resueltos como los atentados terroristas contra la embajada de Israel en Buenos Aires y contra la Asociación Mutual Israelita, no resueltos por las autoridades argentinas y que generaron un impacto negativamente duradero en las colectividades judías en Argentina y en Estados Unidos y en los vínculos entre Argentina e Israel.

Como ejemplo de alejamiento relativo que no llegó al extremo de la ruptura completa de las relaciones entre Argentina y Estados Unidos, vale recordar que en el período 1941 a 1945, el Departamento de Estado norteamericano desplegó una batería de sanciones diplomáticas y económicas como castigo por la neutralidad argentina. Pero ambas partes evitaron la ruptura completa de relaciones: se interrumpieron las relaciones diplomáticas pero no el intercambio comercial. Un conjunto de intereses de actores económicos y sociales de uno y otro país presionó para no llegar a dicho extremo. Del lado norteamericano, si bien los productores agrícolas norteamericanos presionaban a favor de las sanciones contra nuestro país, los sectores empresariales percibían las posibilidades del mercado argentino y se opusieron a una completa ruptura. Por el lado argentino, sectores empresariales e incluso un sector de las Fuerzas Armadas necesitaban demasiado del capital y del armamento norteamericano como para permitirse dar semejante paso.

Es en este esquema que tenemos que explicar la posición argentina en la reciente IX Cumbre de las Américas que tuvo lugar en Los Ángeles en junio de 2016. El gobierno de Alberto Fernández buscó una conducta oscilante que procuró evitar los extremos del alineamiento y de la ruptura con los Estados Unidos atendiendo al equilibrio interno entre albertistas y cristinistas en la coalición gobernante. Antes de la invasión de Rusia a Ucrania en febrero de 2022, la diplomacia albertista procuró una relación equidistante entre Washington, Moscú y Beijing. Los temas de máxima aproximación con Washington se limitaron a la cuestión ambiental -una donde dicho acercamiento no generaba costos políticos internos- y a las negociaciones con el FMI -necesarias para obtener financiamiento externo y oxígeno político interno-. El estallido de la guerra de Ucrania en febrero de 2022 obligó al albertismo a poner en el freezer (al menos temporalmente) su aproximación relativa con Rusia y China, a condenar las acciones de Moscú en Naciones Unidas en sintonía con las preferencias de Washington y a concurrir a la Cumbre de las Américas, foro en el cual Alberto Fernández criticó la decisión de los Estados Unidos de excluir a Cuba, Nicaragua y Venezuela de su participación, en un guiño a las preferencias del cristinismo.