La Libertad avanza, propone y dispone
Anatomía de la alianza PRO-LLA, un vínculo sin proyecto ni futuro.
Luego de una férrea resistencia interna y de ásperas fricciones públicas, el PRO y LLA finalmente integrarán un espacio común en la Ciudad de Buenos Aires para las elecciones legislativas del 26 de octubre. La rosca está al rojo vivo en la antesala del cierre de alianzas, fijado para este jueves 7 de agosto. En ese marco, se negocian condiciones y se reparten lugares en la nómina final de aspirantes a la Cámara Baja.
La fuerza oficialista local —otrora imbatible en el distrito— habría logrado asegurarse apenas dos de los primeros seis lugares en la lista de candidatos a diputados nacionales por CABA. La boleta de senadores nacionales, en cambio, quedaría completamente en manos de La Libertad Avanza. El PRO, que viene gobernando la Ciudad desde hace casi 18 años, hoy pelea por migajas en su propio territorio.
La escena actual deja al desnudo, una vez más, las características de la relación entre LLA y el PRO (es decir, del acuerdo entre la derecha extrema y la derecha “democrática”, que abdicó de conformar el denominado “cordón sanitario”, como sí sucedió en otras latitudes). En este caso, el PRO no se integra a una coalición: se somete a un vínculo asimétrico y dispar. Macri lo admitió al cerrar listas en CABA: “aún hay diferencias de criterios” con los Milei. Pero esas diferencias no se procesan institucionalmente, se administran como cálculos de supervivencia y como tiranteces entre figuras singulares.
Aquí hay que hacer una pequeña referencia a las tensiones que de por sí suelen existir entre aliados dentro de una coalición de poder.
En un trabajo de mi autoría ((PDF) ¿Coaliciones electorales exitosas y coaliciones de gobierno fracasadas? Un análisis de los efectos de las Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias (PASO) sobre la conformación de alianzas de poder en Argentina), señalé que los socios minoritarios de una coalición presidencial pueden adoptar alguna de estas tres estrategias alternativas: colaboración, confrontación o deserción. Cada una impacta tanto en la continuidad del partido como socio coaligado, como en la evolución de la alianza: la estrategia adoptada puede derivar en la permanencia coalicional, en su reconfiguración o en su disolución definitiva.
El PRO, en su vínculo con LLA, parece haber optado por una estrategia híbrida, errática, casi performativa. Se mueve entre gestos de acercamiento y silencios tácticos que revelan más desorientación que cálculo. Paradójicamente, el PRO se presenta como socio colaborativo, pero lo hace en un vínculo que no tiene marco institucional, ni reglas, ni reconocimiento mutuo.
En contraste, podemos tomar como referencia lo sucedido en la experiencia aliancista previa: el PRO llegó al poder en 2015, dentro de Cambiemos, una alianza preelectoral formal, rubricada institucionalmente. Es decir, con actas, con una mesa de conducción, con la promesa de reparto de cargos y al menos la ficción de una arquitectura compartida. Aun así, esa alianza fue hegemonizada por el PRO, dejando a la UCR en un rol subordinado.
Hoy, el vínculo entre el PRO y LLA es otra cosa: un acuerdo ad hoc, espurio, establecido por fuera de cualquier formalidad exigida por la ley electoral o por la práctica democrática. Si la alianza formalizada de Cambiemos no funcionó como espacio plural, este arreglo informal tiene aún menos chances de hacerlo.
Tal como se señala con ironía en el texto arriba mencionado, Cambiemos —luego JxC— fue un mero matrimonio por conveniencia o por necesidad entre compañeros oportunistas, prescindentes en la enfermedad y hostiles en la adversidad. Una alianza que nunca alcanzó el estatus de pareja funcional: más bien fue un contrato precario entre partes que se toleraban por cálculo, no por convicción.
Ahora, el vínculo entre el PRO y LLA ni siquiera llega a esa categoría. No hay acta de matrimonio, ni convivencia, ni proyecto compartido. La historia comenzó con el acuerdo entre ambos de cara al balotaje. El PRO le aportó a LLA territorio y expertise para garantizar la fiscalización, logrando captar a votantes huérfanos de JxC, bajo la promesa de que, así, le pondrían límites al gobierno libertario, frenando sus iniciativas más polémicas y extremistas. A cambio del apoyo brindado, crucial para el triunfo final del Milei, el PRO aspiraba a obtener lugares de poder, buscando como instancia de máxima colonizar el gobierno, partiendo de la premisa de que LLA era -tal como Macri la calificó- una fuerza política "no madura y fácilmente infiltrable”.
Sin embargo, desde el inicio de su mandato, el presidente libertario tuvo la convicción de que el poder debía recaer solamente en su persona y en su íntimo círculo de confianza. ¿En qué quedó entonces la relación entre aquellas dos fuerzas políticas? LLA parece proponer vínculos regidos por el amor libre: sin ataduras, sin compromisos, sin estructuras. Pero en su relación con el PRO, no hay libertad ni hay amor; es decir, no hay reconocimiento mutuo, ni construcción conjunta, sino una relación instrumental, sin afecto político, en la cual el PRO queda subordinado, sin capacidad de incidir, atrapado en una dinámica que lo usa, pero no lo incluye. En consecuencia, si el matrimonio por conveniencia entre el PRO y la UCR ya había fracasado, este nuevo formato afectivo-político-marital parece aún menos sostenible.
A esto hay que agregar que, en CABA, el PRO y LLA exhiben discursos y posturas diferentes. El PRO se ha presentado como sinónimo y garantía de gestión, eficiencia, equipo técnico y modernización estatal. Su relato se apoya en la institucionalidad: el sistema republicano y la lógica de construcción territorial de alianzas. Es un partido que, al menos en su versión porteña, se piensa como parte de la política tradicional, aunque con estética gerencial. LLA, en cambio, opera desde otro registro: su discurso es confrontativo, poco moderado y disruptivo, planteando una ruptura simbólica con la clase política tradicional. No apuesta a la construcción frentista ni a la negociación institucional.
Ahora bien, la relación entre ambos —ese “amor libre” sin amor ni libertad— se vuelve aún más problemática cuando se cruzan estos modelos. El PRO promete institucionalidad, pero se asocia con un actor que la desdibuja. LLA pregona rupturismo, pero se apuntala en un socio que representa continuidad.
La alianza informal entre ambos no solo carece de marco legal: también carece de coherencia política, de reciprocidad endógena y de reconocimiento mutuo. No hay un acuerdo programático internamente consensuado y equilibrado, solo una coincidencia táctica que se sostiene por conveniencia y se erosiona por incompatibilidad.
¿CÓMO PODEMOS CARACTERIZAR A ESTA ALIANZA?
El vínculo entre LLA y sectores del PRO no es una coalición: es una coexistencia táctica.No hay construcción aliancista, sino uso instrumental de figuras. La estrategia errática del PRO acelera su licuación como actor político y obtura cualquier posibilidad de reconfigurar la alianza en términos programáticos.
El PRO no adoptó una estrategia clara: algunos sectores, tras una temprana subordinación, ya están pintados de violeta; otros se quejan y terminan acatando; y otros simplemente se ausentan y dejan hacer. No hay táctica, hay despiste, dispersión y derrape. Todas ellas son vías que pueden conducir a una fuerza política a su desaparición.
A esto se agrega que la tensión no es sola entre partidos, sino también entre sus electorados. Muchos votantes del PRO rechazaban al kirchnerismo por considerarlo hegemónico, personalista, verticalista, con tintes autoritarios y lógicas de construcción de enemigo y de polarización. Defendían la institucionalidad, la división de poderes, la moderación, el republicanismo.
Pero ahora, muchos de esos votantes apoyan —o toleran— a una fuerza política que exhibe justamente aquellas características: liderazgo personalista, concentración de poder, desprecio por las reglas institucionales y una narrativa confrontativa que se regodea en la demolición del sistema.
Entonces, ¿Era una defensa de principios o una reacción estética? ¿Se trataba de republicanismo o de antikirchnerismo? ¿La moderación era un valor o una excusa?
Muchos votantes del PRO que hoy migran hacia LLA no están traicionando sus principios: están revelando que nunca los tuvieron. Lo que rechazaban del kirchnerismo no era su personalismo ni sus formas autoritarias, sino a los sectores subalternos y populares que -en algún momento histórico- representó. Lo que molestaba no era el verticalismo ni la crispación ni las pulsiones hegemónicas, sino el componente plebeyo de la historia y liturgia peronistas: el olor a choripán, el sonido de bombos y redoblantes, la presencia de los más pobres en las calles, apropiándose del espacio público.
Por eso aquellos votantes hoy pueden abrazar sin contradicciones a una fuerza política que concentra poder, desprecia las instituciones y se deleita con la confrontación. Porque lo que buscan no es republicanismo, sino exclusión con estética de libertad.
En este vínculo con LLA, el PRO apenas sobrevive. Ya no hegemoniza, no conduce, no incide. Se convierte en un socio subordinado, funcional pero descartable. Entra en la misma etapa agonizante que atravesó la UCR en Cambiemos: presencia sin poder, participación sin voz, institucionalidad sin proyecto.La diferencia es que ahora el PRO no administra la subordinación ajena: la padece.
ESCENARIO PRE ELECTORAL
La campaña oficialista de cara a las legislativas de 2025 tiene como eje central a la consigna “Kirchnerismo o Libertad” (paradójicamente, cuando Cristina Kirchner está privada de la libertad y ausente de la contienda electoral). Con este planteo, se busca instalar una elección binaria entre el kirchnerismo y una supuesta libertad, mientras LLA somete a su socio PRO y recicla lo peor de la casta. Pero las elecciones legislativas no constituyen el momento para elegir entre dos opciones cerradas antagónicas, por el contrario, se trata de la ocasión para poder darle chance a sectores políticos que no la tienen en comicios ejecutivos nacionales.
Efectivamente, en elecciones de renovación parcial legislativa no se elige presidente, se eligen representantes. No se define un modelo de país, se define quiénes van a redactar las leyes (y quienes las van a revalidar en caso de vetos, como así también quienes van a rechazar/convalidar los DNU presidenciales), teniendo como norte garantizar la existencia de pluralismo parlamentario y del funcionamiento de los frenos y contrapesos que todo sistema republicano requiere. Un entramado que justamente, hoy en día, está siendo desarticulado, sosteniéndose más como decorado que como práctica efectiva.
El falso dilema “Kirchnerismo o Libertad” busca plebiscitar una gestión nefasta (que sólo puede resultar atractiva para quienes aún hoy le temen a un “cuco K” supuestamente todopoderoso), simplificando lo que es complejo y ocultando que lo que está en juego no es una maniquea guerra de dos, sino una disputa por el sentido de lo público, que puede llegar a derivar en la consolidación de una hegemonía ultraderechista con respaldo popular.
Cabe mencionar que LLA, desde sus orígenes, emergió como la fuerza política que venía a destruir la casta. Pero en su avance, no destruyó a la casta, sino que diseccionó estructuras partidarias preexistentes: mutiló al PRO, lo sometió, y se quedó con lo que le podía ser instrumentalmente útil. No ha habido ruptura con la casta, ha habido reciclaje. No ha habido refundación, ha habido absorción.
Cuando nos volvemos a interrogar por el rol y destino del PRO en este escenario, la pregunta que sobrevuela es si este vínculo afectivo con LLA será la última chance de garantizar la subsistencia del partido o el inicio de su disolución. Como en otros momentos de la historia reciente, partidos como la UCR y el PJ/FPV se vieron compelidos a integrarse en armados más amplios —heterogéneos y estructuralmente transitorios— para garantizar su supervivencia política. Pero en esos casos, la falta de un rol funcional terminó por erosionar sus identidades.
En este caso, el PRO lejos está de poner límites a las propuestas extremas del gobierno y de instrumentar los medios para evitar que su plan se ejecute. En efecto, la integración entre la extrema derecha y la derecha mainstream no es producto de la moderación de la primera (ni de su facilidad para la infiltración, como había presagiado Macri), sino de la radicalización de la segunda y de su pulsión a la normalización política.
En síntesis, la pregunta no es si el PRO puede gobernar con Milei. La pregunta es si el PRO puede seguir existiendo después de Milei. Porque cuando la estrategia se convierte en coreografía —subordinación silenciosa, quejas sin consecuencias y ausencias tácticas— lo que se construye no es poder, sino simulacro. Y lo más grave: ese simulacro le da rienda suelta a un proyecto hegemónico de extrema derecha, mediante el cual se avasallan libertades democráticas y se desprecian las instituciones republicanas.