Durante los días previos a la Marcha Federal Universitaria del 23 de abril, leí varias publicaciones (la mayoría de colegas del ámbito académico) en defensa de la Universidad Pública, Gratuita y de Calidad. Fotos de compañeros/as -unos años más jóvenes- en situación de estudio, evaluación, exposición, entrega de título, etc. Gran parte de los testimonios que leí apelaban a sentimientos y experiencias que habían permitido –únicamente- el paso por una institución como la universidad pública. Otros testimonios fundamentaban la importancia de la educación y de la ciencia en el desarrollo de nuestra sociedad, y algunos se sostenían en la posibilidad de movilidad social que la universidad facilita.

Tengo recuerdos dispersos, pero muy patentes, de la Universidad Pública, sobre todo en la época de estudiante. Me recuerdo comiendo un sanguche caliente con poco jamón y queso, que degustábamos con compañeros de primer año, intermedio entre clase y clase, en una barra colmada de migas de pan. Recuerdo el frío de las calles del centro de la ciudad de La Plata, los pastos de la plaza San Martín y el café de las artes; recuerdo la espera en la parada del 273 para volver a mi barrio (Tolosa), o regresar en una bicicleta gris tipo alambre. También, me visita la memoria, la espera en la fotocopiadora y volver a casa con el tan ansiado texto de letra bastante chiquita y poco legible. Recuerdo mañanas, tardes, noches, fines de semana enteros de lecturas y descubrimientos; no siempre en las mejores condiciones lumínicas o de privacidad, pues por entonces vivía con mis padres en una casa pequeña y fabril; mi hermano también estudiaba; mi viejo trabajaba entre talleres de 8 a 21hs, por lo que se acostaba temprano; y mi vieja se desdoblaba para atendernos a todos. Nos esperaba con un plato caliente así llegáramos a las 23.30hs. Sus luchas no son ni serán novedad en periódico alguno.

Se me vienen a la cabeza los teóricos multitudinarios en el edificio del ex Jockey Club, en un aula enorme a la que le entraba el viento por las ventanas rotas; las sillas de madera o de plástico que me reventaban la espalada y las miradas cómplices de compañeros/as a lo lejos. Recuerdo, sobre todo en primer año, haber conocido gran cantidad de compañeros/as y amigos/as que venían del interior de la provincia de Buenos Aires y del país. Recuerdo verles tramitando situaciones que yo no vivía, pues tenía una estructura consolidada en casa de mis madres/padres.

Recuerdo mis primeros deslumbramientos, hacia profesores y profesoras, a quienes creía verdaderos artistas; siluetas que desfilaban sobre los escenarios del aula y que me dejaban casi siempre pensando o con ganas de pensar. Tuve grandes motivadores. Yo era un pibe bastante inocente, mal arreglado, mal asesorado; no estaba en la liga de mis héroes y heroínas (las/los profesores), aunque me imaginaba alguna vez pudiendo hilvanar un pensamiento, provocando algo en un auditorio, tal como ellos/as. Tuve profesores y profesoras de gran calidad; y casi siempre me sentí contenido y respetado. Nunca sentí que lo que estaba, o mejor dicho, lo que estábamos haciendo allí adentro de la facultad era por dinero. La facultad de Humanidades para mí era “an-económica”. No había valor económico en los mates que compartíamos entre veinte o más estudiantes. No había productividad en el saludo afectuoso que me daba con mis compañeros/as en los pasillos; no lo había en mis primeros enamoramientos, la mayoría anónimos. Recuerdo perfumes, bufandas, chocolates, bailes, luces, bebidas, sonrisas, colectivos, mesas, pisos, zapatillas, mochilas, libros, abrazos. No había valor de cambio en las amistades que nacían, en las juntadas interminables, de estudio o de jolgorio.

Tuve la dicha de estudiar sociología en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata, y luego de hacer un Doctorado en Ciencias Sociales en la misma casa de estudios. Detrás de esos logros, hubo un intento de demostración. Demostrar que alguien de mi familia, una familia de clase obrera (si se me permite la expresión) podía llegar esta esas instancias. Nunca supe bien si lo que logré fue para mí o para mi familia, o para ambos. Pero puedo dar testimonio de una sensación consagratoria cuando mis padres estaban en el auditorio escuchando mi defensa. Sin dudas fue la mejor exposición de mi vida, porque no era para los jurados/as, que aunque respetables, poco me importaban frente a la presencia de quienes hicieron mucho para yo pudiera estudiar. No me olvido la alegría de mis madres/padres cuando me llevaron hasta el aeropuerto de Ezeiza, donde hice mi primer y –hasta ahora- única estancia de investigación al exterior. En ese avión viajaron ellos, mis abuelos/as de campo, albañilería y pintura. Mi abuela Aída, que aún con demencia senil, me traía mates cuando estudiaba y me preguntaba una y otra vez, qué era la sociología con una sonrisa en los dientes.

No sé cuánto le he devuelto a la comunidad, en contraparte por todo lo que la Universidad Pública me dio; creo que muy poco en realidad. Pero hay dos cosas de las que no tengo dudas; la primera es que en ninguno de mis recuerdos me recuerdo sólo. La universidad fue un lugar donde tuve grandes amigos/as. Y la segunda, es que, al menos en mi época de estudiante, no tengo recuerdos amargos, salvo una vez que casi desapruebo un final (qué exagerado). De manera que puedo constatar, poniendo a mis recuerdos como testigos (falibles testigos, es verdad), que la universidad me sacó de la soledad, del individualismo, y que me hizo feliz. La de estudiante fue una de las mejores épocas de mi vida; como la actual, en la que tengo la fortuna de ser profesor. Esas épocas fueron y son en la Universidad Pública, Gratuita y de Calidad; gracias ese roce con lo público, no hay interés ni valor económico de por medio, sino el genuino y noble interés por la ciencia, por el conocimiento, por el amor y la amistad. Esos intereses que todavía me sobreviven, que estimo sobreviven en muchas de las personas que están luchando por sostener la educación pública de pie.

Hay, en el discurso neoliberal, un sobre-entendido acerca de “lo público” entendido como un lugar que sofoca la libertad del individuo, que anula la creatividad. Un lugar en donde el tiempo se derrocha, donde las cosas se gastan sin comportar utilidad alguna. Lo público es representado como aquello que no produce valor alguno, sino solamente pérdidas económicas, sumado a cierta arbitrariedad, autoritarismo e incluso totalitarismo que se le endilga.

Creo que tenemos que dar un rodeo conceptual, argumentativo e incluso afectivo, acerca de qué representa en nuestra sociedad “lo público”, para luego poder entender las masivas reacciones frente al embate a la educación pública y a la universidad pública que propone el presidente Javier Milei. Para mí la universidad pública, ante todo, representa afecto, compañerismo, amistad, amor, creatividad, imaginería, choque cultural y social. Sin esos valores, cualquier sociedad estará condenada a ser poco más que la suma de individuos. La Universidad Pública, Gratuita y de Calidad: un lugar donde fui libre de verdad.