Por contradictorio que parezca, hay pocas cosas más autóctonas de nuestra economía que pensar en dólares, es decir en una moneda no autóctona, que no producimos, no imprimimos y sin embargo está presente en nuestro día a día.

Los trabajadores en muchos casos no veremos un dólar a lo largo de nuestra vida, cobramos y gastamos en pesos, pero la cotización de la divisa está presente en cada medio y sabemos que cuando se convulsiona nos auguran malos momentos.

En los últimos meses, Cristina Fernandez de Kirchner parece haber descubierto en este fenómeno, el bimonetarismo, la causa de todos los males económicos de nuestro país. Un análisis más riguroso debería desentrañar los fundamentos históricos y materiales de los cuales el llamado “bimonetarismo” es un síntoma importante -por supuesto-, pero que no se puede superar sin cuestionar y atacar esos fundamentos. Es que el hecho de que nuestra moneda no sirva para una función tan esencial como es el atesoramiento, es producto del fracaso de la clase social que dirige nuestro país desde su fundación. La crítica nunca puede ser a la moneda, sino a la clase social que parió esa moneda.

El porcentaje cada vez menor de argentinos y argentinas que tienen la capacidad de ahorrar suelen hacerlo en dólares. Esto no se corresponde con una política anti nacional, sino racional, de intentar defender lo que seguramente les costó mucho esfuerzo conseguir. Sería erróneo, entonces, no tener en cuenta que la volatilidad del peso y la tendencia recurrente a devaluaciones e inflaciones significativas atentan contra el ahorro en pesos.

Al mismo tiempo, no podemos disociar la volatilidad del peso y las recurrentes crisis económicas del saqueo que implica la deuda externa, un yugo con el que el imperialismo controla los hilos de la economía mundial. Argentina es uno de los países que más veces ha entrado en default, generando una mayor concentración de capitales y una pauperización generalizada de las masas. Se reproduce una dinámica perversa de endeudamiento y fuga de capitales que, a su vez, debe ser explicada en sus bases materiales, y no simplemente en una “deformación cultural” como pretende Cristina.  Es decir, los argentinos no piensan en dólares por una costumbre nacional, sino en defensa de sus intereses materiales, que se desprenden de una estructura económica determinada.

Las condiciones históricas en las cuales Argentina se incorporó al mercado mundial y cómo fue evolucionando esa relación requiere un análisis que excede este artículo, pero podemos plantear que temprana se complementó la fertilidad del suelo con la producción de materias primas que necesitaba la principal potencia mundial de aquel momento –Inglaterra- y que, luego de la segunda Guerra Mundial con la primacía política y económica de Estados Unidos esa complementariedad cesó dado que en muchos aspectos Argentina compite con el país norteamericano.

Una vez asentado en el poder, el capital norteamericano se expandió por toda la región incorporando nuevas ramas e involucrándose en la apropiación de los recursos naturales del país. Un nuevo protagonista del colonialismo había nacido.

Por su parte, la relación entre la burguesía nacional y la burguesía extranjera va a recorrer la totalidad de la historia del país hasta nuestros días. El “cipayismo” que se le adjudica a la clase capitalista argentina es propio de su fundación, no en competencia con el capital extranjero, sino como su apéndice. Este es un dato fundamental para comprender los límites históricos de una clase siempre asociada al capital extranjero, incapaz de defender cualquier interés nacional.

La burguesía industrial buscaba el apoyo del Estado al que le demandaba políticas de promoción industrial y protección para compensar su atraso respecto del capital extranjero que operaba en el país, por un lado, y de la competencia con el exterior, por otro. Esta dependencia del Estado pasó a ser otro rasgo saliente de la burguesía nacional hasta la actualidad, en que sigue reclamando subsidios, exenciones impositivas y negociados con la obra pública. La patria contratista, nacida bajo el “desarrollismo”, sigue vivita y coleando.

De ahí que no sea apropiada la acusación que el periodista Alfredo Zaiat y luego CFK realizaran recientemente a la burguesía nacional por seguir una política “neoliberal”. La burguesía argentina, producto de su debilidad estructural, no fue partidaria -más allá de alguna fracción en particular- de una apertura indiscriminada del mercado porque eso la condena a su desaparición. El programa económico levantado históricamente por la UIA combina transferencias estatales y recursos de tipo proteccionista que le permitan sobrevivir a pesar de su productividad menor a la competencia extranjera. Al mismo tiempo, el retroceso de la industria nacional somete a sus gobiernos a una contradicción: el tipo de cambio alto les permite una mayor protección para colocar sus mercancías en el mercado interno, pero encarece la compra de maquinarias e insumos que necesitan para producir y modernizarse.

Un último elemento a incorporar es la fuga de capitales, una práctica común a toda la burguesía que opera en Argentina, tanto la burguesía nacional como la burguesía foránea, y consiste en el retiro de los flujos de capitales del sistema argentino, sin importar si los activos (usualmente dólares), tendrán como destino una cuenta en el extranjero. La diferencia obvia entre los capitales de distinto origen es que mientras las empresas extranjeras tienen sus casas matrices fuera del país, y con la remisión de utilidades, una “coartada” que las empresas nacionales no. Lo que ambas utilizan son los autopréstamos o préstamos fraguados, en los cuales la banca extranjera juega un papel importante para justificar la salida de divisas. El atraso argentino, la precariedad de su desarrollo industrial y la falta de oportunidades de inversiones rentables alimentan la fuga que, a su vez, impacta retroalimentando el atraso y la decadencia.

Lo que se ve, es una tendencia parasitaria en el sentido de ir “comiéndose” el patrimonio acumulado en las etapas anteriores. Bajo el menemismo fue la venta de las empresas públicas argentinas en medio de una corrupción enorme vinculada con la reestructuración de la deuda externa. Durante los mandatos kirchneristas, incluso con todas las condiciones de “viento de cola” que se describieron antes, se produjo un vaciamiento de las cajas de la ANSES y del BCRA, ya sin las joyas de la abuela, se decidieron a vender hasta sus cenizas.

No hay salida a la crisis económica si no es a partir de solucionar los problemas estructurales. La debilidad del peso es, como vimos, el resultado de esos problemas, de una deuda externa que somete al país y que es la contracara de la fuga permanente de los capitales hacia el extranjero. La solución no es otra que superar el fracaso de la burguesía con un gobierno de los trabajadores que ponga fin a este y otros flagelos partiendo del no pago de la deuda externa y reordenando la economía en función de los intereses mayoritarios.