Múltiples fueron los medios de comunicación que titularon sus notas con halagos sobre las gestiones, calificadas como “ejemplares”, de lideresas de distintos países frente a la pandemia Covid-19. Y si bien dicho reconocimiento podría pensarse en clave de avances desde las demandas feministas, al mismo tiempo sabemos que la mayoría de esas empresas periodísticas son las que reproducen representaciones e imaginarios sociales que fomentan estereotipos y roles de género que devienen en desigualdad y otras formas de violencias, para al menos la mitad de la población mundial. 

Incluso el portal de noticias de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), en una especie de paternalismo enunciativo, se hizo eco de este “éxito femenino”, encabezado por funcionarias de diversas latitudes. Parte de la paradoja de ello es que la ONU continua sin demostrar en su propia estructura lo que asegura perseguir en materia de igualdad sustantiva: desde 1946, los nueve Secretarios Generales –el cargo más codiciado y poderoso para representar a la ONU−, siempre estuvo encabezado por varones. Existió una única oportunidad histórica de revertir esto en la elección del 2016, donde se presentó paridad de género en las candidaturas. Entre las candidatas, se encontraba Kristalina Georgieva, actual Directora Gerente del FMI. 

Los discursos rimbombantes son insuficientes si se sigue alimentando (desde lo económico, sociocultural, legal y mediático) un sistema-mundo que, de acuerdo al Informe del Foro Económico Mundial (Global Gender Gap Report, 2022), al ritmo de progreso actual, va a necesitar 132 años para alcanzar la paridad de género plena. También de acuerdo a este estudio, Finlandia, el país donde la opinión pública juzgó descarnadamente a la Ministra Sanna Marin por lo que hizo en su vida privada y tiempo libre, es uno de los países más igualitarios en materia de género.

El corpus teórico del feminismo nos ha enseñado que en ese entramado de violencias a las que estamos expuestas –y que conceptualizamos como patriarcado−, se nos asignan esferas de acción y de destino, cuya imposición perpetúa un asimétrico reparto de recursos materiales y simbólicos. Así, nos encontramos con que sociocultural e históricamente se asocia la esfera pública (relacionadas a áreas de saber, poder y toma de decisiones) a los varones; y el espacio privado, donde se realizan las invisibilizadas tareas de crianza, cuidados y, en definitiva, a actividades que posibilitan la continuidad de la vida, a las mujeres. Esta separación ficticia, además de constituir una división esencialista y arbitraria, que pretende acotar el destino de las mujeres como clase a la función reproductora y cuidadora, es una intención de mantener la opresión, el dominio y el control sobre nuestros cuerpos, nuestras subjetividades y nuestras trayectorias vitales.

En diálogo con lo anterior, y a partir de mi trabajo académico, he construido la categoría de “mandato de maternidad pública”, para referirme a la presión psicológica, emocional y sociocultural que las mujeres hemos internalizado sobre “maternar” en lo simbólico y cotidiano al resto de las identidades, de forma complementaria al núcleo familiar, y como consecuencia de los atributos y las expectativas socialmente construidas en torno a nosotras. En esta línea, considero que se espera y se exige –a partir del exitoso proceso de socialización patriarcal−que cumplamos con la performance de cuidar −y a veces, incluso educar− a otras/os/res; mediadas por el mito del amor romántico y por las trampas de la abnegación y empatía incondicional desde donde se cristalizó la función materna.

Ese mandato incluye como imperativo para las mujeres en la política (y también en otras áreas), un “deber ser” idealizado y funcional al orden global hegemónico. Desde esa imposición naturalizada, se les exigirá desempeños profesionales destacados y vidas privadas “ejemplares” (petición que no se les hace a los varones en los mismos puestos); y –lo que agrava aún más esta ecuación− los valores de esa forma legitimada de ser y estar en el mundo serán definidas por las exigencias patriarcales.

Las subordinadas y los espejitos de colores en la agenda internacional de género

Por ello, una mujer que participa en la arena política, es leída como una insurgente de un tablero mundial que nunca la consideró como interlocutora legítima. Las interpretaciones de nuestras realidades han estado siempre realizadas desde sesgos que nos han construido como otredad; y, en consecuencia, las instituciones han respondido a esas dinámicas de subalternización, haciendo de los Estados espacios profundamente masculinizados.

En ese sentido, ver a las mujeres y feminidades como actoras de los gobiernos y del sistema internacional, es simbolizado como afrenta, como amenazante para el status quo; por lo que, en la mayoría de los casos, esas presencias recibirán disciplinamientos de todo tipo, tal como lo experimentó Cristina Fernández el jueves pasado. Transformar ese contexto de violencia y esos imaginarios misóginos siguen siendo deudas pendientes de los Estados que se inscriben en la democracia.