Definir la grieta, estrictamente, obligaría a definir la ruptura misma, el valle que separa, su profundidad y rasgos, sin ninguna referencia a lo que ocurre a cada lado y arriba de ella. Nadie ha hecho, que me conste, esa operación de abstracción.

Las más de las veces, la grieta es mera línea divisoria imaginaria; no hay ruptura ancha ni profunda; no hay siquiera pintura en el suelo: sólo caricaturas del otro, a mano alzada. La grieta es cultural: a uno y otro lado existirían valores últimos, pautas morales que guían la acción política, y que difieren como el agua y el aceite. La grieta separa dos modelos de país: uno meritocrático, desregulador, de base emprendedora-empresarial; el otro, mercadointernista, centrado en la compensación de las trabajadoras y los trabajadores, y de los sectores más postergados, más regulador. Uno más socialmente justo; otro más económicamente eficiente. 

La grieta, en definitiva, no existe, no necesita ser problematizada, y mucho menos definida: existen dos grandes coaliciones cuyos valores y modelos difieren antagónicamente. Lo que importa, son las coaliciones.

Síganme en la analogía, que no los voy a defraudar (creo): si en el dominio de la justicia, de los hombres y las mujeres, importan menos los hechos completos que aquellos que pueden probarse sin espacio para la duda razonable, en la política, de las mujeres y los hombres, importan menos las cosmovisiones, los modelos, las ideas propias que las iniciativas reales, los instrumentos o medidas reales que pueden tomarse, junto con sus resultados (ya no los buscados, si no los percibidos por la comunidad) y sus impactos o efectos. 

La inédita alternancia política nacional, hija de la treintañera democracia vernácula, permite advertir que no estamos frente a dos culturas políticas diferentes; que no asistimos al entronamiento de dos coaliciones que encarnan dos modelos de país diferentes; ni siquiera de dos estilos diferentes. Dos coaliciones, sí, que compiten por ganar elecciones, y el consecuente derecho a implementar su manera de alcanzar objetivos más o menos semejantes, ya que el menú disponible es harto estrecho.

Claro, el párrafo anterior no implica que no existan diferencias entre ambas coaliciones. La primera, simbólica y políticamente muy potente, es teleológica, finalista: el universo destinatario privilegiado de las iniciativas de política más distintivas de una y otra coalición, se enuncian con términos bien diferentes. 

De ello derivan preferencias de política económica que pretenden ser relativamente opuestas, aunque siempre muy difíciles de implementar vis a vis: predominio marcado de la heterodoxia y el pragmatismo a un lado, y mayor fidelidad a las políticas de orientación neoclásica por el otro. 

De lo último, se desprenden entonces diferencias relativas a la disposición a invocar los sacrificios necesarios del pueblo o de la sociedad, según sea el caso: a un lado de la grieta, sostienen que el pueblo ya ha sufrido demasiado, y que en algún momento les tiene que tocar disfrutar (de allí el impulso a concretar momentos de recuperación de poder adquisitivo y expansión de los mercados internos vía el aumento del gasto público); del otro, ese sucumbir de modo recurrente a vivir por encima de las posibilidades reales, se halla entre las razones del atraso y la pérdida de oportunidades para el crecimiento sostenido, con bases sólidas (y por ello, los intentos de educar al soberano, de develar el nexo entre populismo y atraso, para recrear una épica del último sacrificio, del necesario, para hacer lo que hay que hacer). 

Pero al final del día, los gobiernos de la coalición republicana designan jueces de la SCJN por decreto, aumentan por la misma vía la coparticipación de su patio trasero (ni Menem se atrevió a tanto) y cuando pierden una PASO, instrumentan un Plan Platita. Y del lado de la coalición populista, se hacen recortes en el gasto público, se liberan propiedades ocupadas de la manera que sea necesaria (y más aún también), y se alinean con Estados Unidos en no pocas ni marginales cuestiones de política exterior. 

Las y los colegas, imagino, pondrán el grito en el cielo. Anticipo DM’s y posteos listando las enormes y cruciales diferencias. Anticipo también que el principal rasgo de la política argentina, sólo amplificado desde 2015, es ser un juego de espejos. Traduciendo: dime una medida distintiva de tal coalición, y te proveeré de un ejemplo en contrario si me das alguna licencia. No es eso lo más importante, créanme. Lo que importa, realmente, es que la democracia argentina goza de muy buena salud. 

Los oficialismos pierden, y se van a su casa. Gobierna el pan peronismo, y lo suceden gobiernos no-peronistas. El discurso de unos y otros habla de diferencias insalvables; en los hechos, sus opciones factibles de política son tan estrechas que dan miedo. 

Los gobiernos populistas han sido muy malos. Los gobiernos republicanos han sido peores. Los gobiernos populistas han reaccionado mejor ante la adversidad (sus mejores desempeños llegan luego de una derrota electoral, o una crisis profunda). Suelen ser más creativos, más dispuestos a correr las fronteras de lo que parece posible (apuestan y ganan en las peores, y eso en política les ha redituado). Suelen ser más empáticos y sensibles; no sólo más pragmáticos. Y no necesitan traducción de consultores para leer los pesares de los más, y actuar en consecuencia. 

Por eso, decíamos hace algunas semanas que, con poco de la gestión de Massa, en 2023 habría partido. Que la candidata, a uno y otro lado, es la unidad. Y que la discusión más interesante de la oposición, de cara a 2023, es sobre fórmulas mixtas o puras. Y si nos sacamos la careta un rato, aunque más no sea puertas adentro, veremos que una y otra coalición han fracasado. Y que, quizás, sea hora de afrontar los problemas que no pueden esperar. El diálogo y los acuerdos, la savia de la política competitiva en democracia, estarán a la vuelta de la esquina.