Javier Milei dice tener cuatro "hijos". Se trata de cuatro enormes mastines ingleses que –según su propio testimonio- habría clonado en los Estados Unidos, a los que bautizó con los siguientes nombres: Murray, Milton, Robert y Lucas.

Vamos a dejar en manos del psicoanálisis (o de la psiquiatría) los motivos profundos por los cuales el candidato libertario llama "hijos" a quienes, en rigor, son algunos de sus principales "padres" intelectuales: Murray Rothbard (1926-1995), Milton Friedman (1912-2006) o Robert “Bob” Lucas (1937-2023).

Los dos últimos son ganadores del Premio Nobel de economía, muy conocidos por los especialistas, e incluso por algunas franjas de la opinión pública familiarizada con el pensamiento económico neoliberal. Pero Rothbard ha tenido entre nosotros menos prensa y vale la pena dedicarle algunas líneas.

Claro que al introducirnos en la delicada trama de filiaciones teóricas o linajes ideológicos se impone una aclaración obvia. Del mismo modo que no le podemos adjudicar a Marx las crueldades perpetradas por el stalinismo, ni corresponde culpar a Nietszche por los crímenes del nazismo (aunque ambos movimientos hayan vindicado a dichos referentes para sí…), tampoco podemos responsabilizar a renombrados economistas de talla mundial por algunas barbaridades que propone Milei. Más bien, de lo que se trata es de leer a contrapelo el discurso mileinarista para tratar de comprender los “usos” que el líder de La Libertad Avanza hace de ciertas herencias intelectuales. 

Hasta donde alcanzo a ver, en el pensamiento del candidato libertario operan tres matrices de diferente origen pero que él integra con adaptaciones autóctonas y derrapes de su propia cosecha: una perspectiva neoliberal extrema en lo económico, una concepción neoconservadora en lo cultural y una visión autoritaria (antidemocrática) en lo político.

Y es precisamente en su fundamentalismo de mercado donde Rothbard le sirve de cantera al ex arquero de Chacarita para tomar ideas y fórmulas simplificadoras que han mostrado tener en la Argentina actual una gran potencia comunicacional. De acuerdo con esta visión extrema, todo puede (y debe) ser vendido y comprado libremente en un mercado bajo reglas de competencia: un caramelo, un fusil de asalto, un órgano vital o una hija. Por supuesto, lo que esta ideología prefiere callar es que los candidatos más seguros para vender una parte de su cuerpo o una niña son los más pobres, que una vez explotados hasta el extremo de sus fuerzas, lo último que pueden “negociar” es su anatomía o su familia. Esta posición-que nos retrotrae al capítulo más salvaje del viejo capitalismo de libre concurrencia (Charles Dickens o Victor Hugo se revolverían en sus tumbas…)- constituye una brújula clave de la perspectiva mileinarista.

De este enfoque se deriva un corolario no menor: el Estado en particular, y la política en general, pasan a ser un enemigo frontal. Como dice el pensador norteamericano en Anatomía del Estado: “El Estado proporciona un canal legal, ordenado y sistemático para la depredación de la propiedad privada; hace cierta, segura y relativamente ‘pacífica’ la línea de vida de la casta parasitaria en la sociedad” (cursivas mías). ¿Les suena de algún lado lo de “casta parasitaria”? Pues bien, Rothbard al menos tiene la decencia de reconocer que la diferencia política (no sociológica) entre “casta” y “clase” la tomó de su maestro, Ludwig von Mises (1881-1973); pero Milei se ahorra el trámite de reconocer la propiedad intelectual de lo que vocifera.

En otros términos, Rothbard no cree que el Estado pueda ser reducido al “mínimo”, como sostenía el neoliberalismo que ya podemos llamar clásico; más bien, su apuesta de máxima rumbea para el lado de la eliminación lisa y llana del Estado. Según sus propias palabras: “el Estado ha demostrado siempre un impresionante talento para la expansión de sus poderes más allá de cualquier límite que le pueda ser impuesto. Ya que el Estado necesariamente vive de la confiscación obligatoria del capital privado y ya que su expansión implica necesariamente incursiones cada vez mayores sobre el individuo y la empresa privada, debemos afirmar que el Estado es profunda e inherentemente anti-capitalista”. Por eso debe ser atacado en toda la línea, ya que “el Estado… es la fuente de la clase gobernante (más bien casta gobernante) y está en permanente oposición al capital privado genuino”.

A nadie sorprenderá, pues, que de esta perspectiva se derive la multicitada y drástica conclusión defendida por Rothbard, según la cual “las actuales funciones del Estado se dividen en dos: aquéllas que es preciso eliminar, y aquéllas que es preciso privatizar”.

Hasta ahora, nuestra cuarentona y atribulada democracia ha conocido presidentes y presidentas que han sido líderes políticos pragmáticos –más a la derecha o más a la izquierda, peores o mejores, según las orientaciones y los gustos de cada quien-, pero nunca antes un candidato con ideas fundamentalistas ha llegado al poder.

Entre lo que nuestro país necesita y lo que el candidato libertario encarna se abre un inmenso abismo. Ojalá una mayoría ciudadana impida que saltemos al vacío.