No soy médico ni me convence la utilización de metáforas biológicas para pensar la sociedad o la política. Pero voy a resignarme por un momento a usar un término que -en sus lejanas raíces griegas- tenía una connotación original mucho más amplia, aunque desde la temprana modernidad europea ha sido apropiado por los profesionales de blanco. Hablemos, pues, de tres “diagnósticos” económicos entreverados en el discurso del nuevo presidente.

El primer nivel discursivo es el más superficial pero sin dudas fue muy redituable durante toda la campaña electoral. Se lo puede conjugar en el largo plazo (para hablar de la larga decadencia argentina por la cual dejamos de ser la “primera potencia mundial”: es falso pero vamos a dejarlo correr…), o se lo puede esgrimir en clave de corto plazo (para “explicar” nuestra galopante inflación de los últimos años, o de muchos de nuestros años). Es el que blandió el primer mandatario la noche del 20 de diciembre último, flanqueado por sus doce apóstoles (¿Los/las contó? Eran doce…), al anunciar el mega DNU 70/2023 que nos tiene a mal traer. Con una dosis inédita de ligereza en un discurso presidencial, que poco se condecía con la vasta ambición histórica de sus reprimendas o con la pretensión de las medidas por anunciar, desgranó la arquitectura fundamental de su paralogismo: la causa inmediata de nuestros males es el déficit fiscal y el déficit fiscal se explica por la voracidad de nuestros políticos, por el accionar parasitario de la “casta”. Ahora bien, si la medicina o la psicología le encuentran explicación al apetito desmedido de algunas personas, ¿no habrá que exprimirse un poco más el seso para encontrar razones más sólidas que nos permitan comprender la avidez impositiva de nuestra dirigencia? ¿Por qué será que cruzando la cordillera o el Río de la Plata esa misma enfermedad fiscal se atenúa o no causa los mismos desbarajustes que aquí? 

El segundo diagnóstico se deja leer con todas las letras en algunos considerandos del mencionado DNU. De lejos, parece escrito por manos diferentes a las del ex arquero de Chacarita: si no conté mal, son una veintena de renglones a partir del considerando número 36.  Se dice allí que “la confianza -núcleo central de las decisiones económicas- sólo se podrá revertir con un programa integral de reformas económicas que quiebre en forma decidida las causas profundas de la decadencia de nuestro país”; y esas causas “se encuentran en una estructura económica que se basa en la cooptación de rentas de la población a través de un esquema corporativo, que se apoya en muchos casos en regulaciones arbitrarias que no tienen como fin el bien común y que entorpecen el normal desenvolvimiento de la economía e impiden el libre desarrollo de las capacidades económicas de nuestro país”.

Para los que conocen el paño, este análisis se basa en las lejanas investigaciones del economista estadounidense Gordon Tullock (1922-2014), realizadas a finales de la década del sesenta del siglo pasado, pero actualizadas por Anne Krueger en un multicitado artículo de 1974:  “The Political Economy of Rent-Seeking Society”. En términos llanos, los “buscadores de rentas” obtienen una ventaja económica desmedida -en virtud de algún arreglo especial con las autoridades estatales- que los beneficia de manera directa y privilegiada, en desmedro de amplios sectores de la población, que podrían obtener el bien o el servicio ofrecido por el “rentista” a precios de mercado más bajos, si estuvieran vigentes reglas estrictas de competencia. Esta mirada nos habla entonces de una trama corporativa que atraviesa nuestra sociedad y que –como remarcan los fundamentos del DNU- ahoga “las fuerzas productivas de la república”, que hoy se encuentran “maniatadas por regulaciones cuyo fracaso es patente”. Aquí el asunto se pone un poco más interesante y le podríamos solicitar –por ejemplo- a la familia del Ministro Luis “Toto” Caputo que nos suministre algún caso que conozcan de primera mano.

El tercer diagnóstico es a la vez más subterráneo y perturbador. Se encuentra disimulado en la taquillera bandera de la “dolarización”, que más allá del debate económico específico (cuya discusión vamos a pasar por alto aquí), tiene un sustrato político que a mi juicio no ha sido percibido con toda claridad. Es un pensamiento que tiene una larga genealogía en diferentes sectores de la derecha argentina, que irrumpió de manera atroz durante la última dictadura cívico-militar (1976-1983), especialmente en la época de Martínez de Hoz, y que reapareció –más como farsa que como tragedia- en los calientes días de la crisis del 2001 (recordemos la propuesta de convertir a la Argentina en un “protectorado” de una potencia extranjera, lanzada al voleo por el economista de Chicago Rüdiger “Rudi” Dornbusch). Esta lectura se puede cifrar en pocas palabras: la sociedad argentina –la sociedad argentina “creada” por el movimiento nacional y popular: del radicalismo al peronismo- es ingobernable, por eso necesita ser maniatada por un “corset” del que no se pueda librar; en ese marco, la apertura comercial indiscriminada o la dolarización son apenas instrumentos técnicos puntuales para alcanzar un objetivo político más ambicioso: disciplinar “desde arriba” y “desde afuera” -de manera irreversible- a una sociedad económicamente insatisfecha, socialmente resistente, políticamente rebelde

Sería necio desconocer que nuestro país requiere cambios económicos profundos y que estos discursos señalan –aunque de manera liviana, peligrosa o mezclados con asuntos que son harina de otro costal- problemas recurrentes que atraviesan las relaciones estructurales entre sociedad, economía y política en la Argentina contemporánea. Claro que también sería ingenuo aceptar sin discutir con seriedad estas narrativas, que están lejos de “explicar” de manera cabal cuáles son los mecanismos efectivos que operan para producir los fenómenos vagamente señalados.

Pero tan importante como debatir nuestras dificultades y el “contenido” de las políticas públicas para enfrentarlas, es prestar atención a las “formas” de la toma de decisiones, a las estrategias de diseño e implementación. Y tal vez hay que buscar en dichas formas un elemento clave a la hora de entender los movimientos pendulares que han dado origen a la manifiesta volatilidad de las políticas estratégicas en nuestro país y a sus amargos resultados (desde la economía a la política exterior, desde la educación a la salud, desde la justicia a la seguridad). Por eso, el mega DNU del 20 de diciembre no hace otra cosa que reincidir –de la peor manera- en ese péndulo empujado por voluntades mesiánicas y fundacionales, que nos condena a la excepción permanente y a la inestabilidad.

Si algo requiere la Argentina en esta coyuntura crítica es generar un ámbito de entendimiento entre distintas fuerzas políticas y actores sociales en la construcción de grandes consensos: todo lo contrario a la imposición de un decreto de dudosa necesidad y de discutible urgencia que pasa por encima de leyes democráticas y derechos adquiridos.  

La moraleja del día es que para la construcción republicana de esos acuerdos no tenemos que apelar a ningún engendro jurídico trasnochado. Podemos echar mano a espacios, prácticas e instituciones inventadas hace tiempo: para eso está el Congreso; para eso está la deliberación pública; para eso está la política.