Estamos atravesados por Malvinas, como sociedad, como pueblo. Es una causa nacional, y lo será siempre. Bastan un par de ejemplos de la vida cotidiana, y aun pecando de autorreferencialidad, para constatar hasta qué punto, a veces sin darnos cuenta, estamos en vínculo constante con ellas, las islas, en nuestras acciones, en nuestros pensamientos y en nuestros corazones. A la vera de la ruta, entre las ciudades de Azul y Tandil, hay un cartel que, entre tantas señalizaciones de tránsito, fuera de contexto, reza: “Las Malvinas son argentinas”. Así, de la nada. Iba en viaje a dar mis clases de los jueves y, como siempre, lo hacía acompañado de un buen libro: “Nostalgias de Malvinas”, de Silvia Plager y Elsa Fraga Vidal, novela histórica que narra la estadía de los Vernet en las islas antes de ser desalojados por los ingleses. De regreso a casa, ya de noche, me saluda y me detengo a charlar cinco minutos con Juan Carlos, el sereno del barrio, chaqueño y veterano de Malvinas, quien más de una vez me ha contado sus anécdotas y recuerdos de la guerra. Cuando llego y prendo la tele, suena el hit del mundial “Muchachos”, haciendo referencia a “los pibes de Malvinas”. Y si quiero ver un rato de fútbol quizás engancho algún partido de Godoy Cruz, jugando en el estadio mundialista “Malvinas Argentinas”. Y así podría seguir, con miles y miles de ejemplos que involucran a Buenos Aires, a Chaco, a Mendoza y a todos y cada uno de los rincones del país, porque de una manera u otra, lo advirtamos o no, todos somos Malvinas.

Malvinas, este vocablo tan cercano y querido para los argentinos, paradójicamente, no tiene un origen criollo. Tampoco español. Malvinas proviene del francés malouines, que es el gentilicio de los habitantes de un pequeño pueblo portuario francés, Saint-Malo. Fueron marinos de ese origen quienes, en 1764, ocuparon las islas y les dieron ese nombre, que perdura hasta hoy. Ni siquiera eso pueden invocar en su favor, a modo de antecedente, los británicos a la hora de pretender legitimar, vanamente, su permanencia ilegal en ellas.

Permanecieron allí tres años los franceses hasta que, tras un reclamo formal de la corona española, reconocieron su soberanía sobre esas tierras y se marcharon. Fue ese puñado de meses durante el siglo XVIII el único momento entre 1520 (descubrimiento de las islas) y 1833 (ocupación británica) en que las mismas no estuvieron bajo jurisdicción -nominal o efectiva- de España primero y de las Provincias Unidas del Río de la Plata después, tras el proceso revolucionario. Desde el episodio con los franceses, la corona nombró a un gobernador para las islas y se sucedieron más de treinta, haciéndose cargo de la administración local en nombre de aquellos poderes. Los Vernet, enviados por Buenos Aires, fueron los últimos, porque llegaron los ingleses con sus buques de guerra y con sus armas.

Por eso es que el 2 de abril de 1982, que hoy conmemoramos, constituyó un error, ya que pretendió recuperar por la fuerza algo que de ese modo nos había sido arrebatado y que legítimamente nos correspondía. Ello implicó, de alguna manera, rebajarnos, “ponernos a su altura”, ensuciar nuestro justo reclamo de soberanía. Eran, por tanto, otras las vías que había que seguir, como así también resultó particularmente inadecuado el momento elegido para dar este desacertado paso de la ocupación de las islas.

En cuanto al camino, está claro que era y es la negociación el único posible, habiéndose dado pasos importantes en ese sentido. En respuesta a los reiterados y persistentes reclamos de soberanía por parte de la Argentina, en 1965 la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó, por amplia mayoría y sin votos en contra, la resolución 2065, la cual reconocía la existencia de un litigio entre argentinos y británicos por las Malvinas e instaba a ambas partes a encontrar una solución pacífica a la disputa, a la cual debía ponerse fin a la brevedad en sintonía con el proceso de descolonización que se estaba llevando adelante, especialmente en Asia y África. Obviamente, la invasión a las islas 17 años después dio por tierra con estos avances, mediante los cuales la Argentina había logrado el reconocimiento unánime de la comunidad internacional de su derecho a reclamar y discutir acerca de la cuestión en pie de igualdad con los británicos.

Atendiendo al contexto en que fue tomada la decisión del gobierno de facto tampoco era propicio. Pretender un apoyo decidido por parte de los Estados Unidos en detrimento de uno de sus principales aliados en Europa Occidental en plena Guerra Fría suena ridículo, por más justificado que fuese el reclamo de soberanía o por más obligaciones que impusiese un TIAR que demostró, una vez más, lo vanos y vacíos que a menudo resultan este tipo de instrumentos internacionales. Por otra parte, aceptar una eventual ayuda soviética no era tampoco una opción, no sólo porque transformaría a la Argentina en un paria internacional -como Cuba-, ubicándolo del lado “equivocado” del mundo, sino también por las eventuales derivaciones de la intromisión de una superpotencia en el conflicto, pudiendo escalar hasta dimensiones que es mejor no imaginar. Así, la Argentina se encontró irremediablemente sola para afrontar un conflicto bélico para el que no estaba militarmente preparada, recibiendo un apoyo más moral que efectivo por parte de sus vecinos latinoamericanos (gracias, especialmente, hermanos peruanos), cuando éstos no colaboraron abiertamente con el enemigo, como el caso de Chile, país con el que también se había estado a punto de ir a la guerra menos de tres años antes. Finalmente, cabe señalar también que el momento fue equivocado no sólo por lo que pasaba aquí y en el mundo, sino también por la situación en Inglaterra. El gobierno neoliberal de Margaret Thatcher, para hacer frente a una economía en dificultades tras las crisis del petróleo de los años ’70, implementó una serie de medidas “ortodoxas” que generaron altos niveles de desempleo con el consiguiente malestar social que esto conlleva. En este contexto, la invitación de Galtieri: “si quieren venir que vengan…” no podría haber sido mejor recibida. Gran Bretaña se embarcó así en una guerra popular -ya que desde la retórica se explotó la idea de combatir, una vez más, como durante la Segunda Mundial, contra un régimen “fascista” que había ofendido el honor nacional- y que, consideraba, sería rápida y sin un alto costo en vidas y recursos. Thatcher sería reelecta en 1983.

A 41 años de la derrota, algunos aspectos se han ido suavizando. Actualmente, un vuelo semanal comunica al territorio continental argentino con las islas Malvinas, algo impensable un par de décadas atrás.Por estos días se ha viralizado en las redes y circula en portales de noticias un cartel con el que algunos isleños -denominarlos kelpers sería una concesión que no estoy dispuesto a hacer- reciben a los escasos y ocasionales argentinos que llegan hasta allí, en el cual dice: “A la Nación Argentina y a su pueblo. Serán bienvenidos en nuestro país cuando abandonen su reclamo de soberanía y reconozcan nuestro derecho a la autodeterminación”. El tema es complejo, porque es válido el apego de esta gente a la que consideran su tierra, que en muchos casos los vio nacer, y en tal sentido el ejercicio del derecho de autodeterminación con la consiguiente declaración de independencia sería una salida posible. 

Sin embargo, en términos jurídicos y reclamo de soberanía mediante, no hay dudas de que esos territorios pertenecieron al imperio español en América, y sus heredades, por consiguiente y como sucedió con todo el resto del territorio, pasaron a manos de las nuevas naciones independientes, en este caso la Argentina, por lo que son parte del territorio soberano nacional;bajo ningún punto de vista podría hablarse de “colonización” por parte de nuestro país (implícito en el discurso que pide por la autodeterminación de las islas) sino más bien de restitución de una porción de su territorio original. No sería, por otra parte, la primera vez en la historia que esto suceda, si tomamos en cuenta, por ejemplo, la devolución de Hong Kong a China por parte de los propios británicos, en 1997. Lo que sí queda claro es que ninguna de las fórmulas posibles que hacen viable la resolución real y definitiva de este conflicto contempla el sostenimiento de la soberanía inglesa sobre el archipiélago, vestigio de un colonialismo vergonzantemente anacrónico en pleno siglo XXI.