Mientras la alegría del triunfo de La Scaloneta seguirá animando nuestros corazones por largo tiempo, bien vale revisitar una trillada reflexión de circunstancia: el fútbol es un espejo fiel de las desigualdades políticas, sociales y económicas de nuestro mundo globalizado. 

En 1986 la selección de Diego Maradona le ganó a una Alemania (Occidental) todavía dividida, en el Mundial siguiente perdió contra una Alemania unificada (ayudada por el polémico penal que vio el árbitro Codesal), y en el 2014 la Argentina de Messi –que jugó un partidazo- cayó frente a una Alemania imperial. El calificativo no hace otra cosa que empalmar una larga historia de dominio con un presente signado por la enorme potencia económica y política que alienta la globalización. La muestra palmaria de ese dominio imperial queda puesta de manifiesto porque buena parte del plantel germano de entonces se nutría de grandes jugadores provenientes de países vecinos (el máximo goleador era el polaco Klose) o de jugadores de ascendencia extranjera (el turco Özil o el africano Boateng, valen como ejemplo) que optaron por representar a la potencia europea. De hecho, los años 2000 marcan el creciente predominio de la UEFA a través de países que fueron grandes imperios coloniales (España, Alemania, Francia) y que hoy son grandes ganadores del proceso de globalización.

Por supuesto, no discuto las elecciones personales de muchos jugadores por incorporarse a grandes selecciones europeas, en vez de defender los colores de sus naciones de origen. Sin duda, el atractivo económico de esas potencias y la cercana probabilidad de un éxito deportivo constituyen un imán casi irresistible,  que ubica a los países imperiales en una superioridad estructural frente a selecciones que provienen de países subalternos. En todo caso, vale el elogio por la situación inversa: el jugador marroquí Ez Abde pudo vestir la cotizada casaca de España, pero decidió ir a contramano de contantes y sonantes intereses cuando optó por representar los más humildes colores de Marruecos. Que a la postre, al joven delantero le haya sonreído la fortuna mundialista (porque los ibéricos se quedaron inesperadamente en el camino), tiene más que ver con la justicia poética que con la lógica empresarial que domina el futbol de hace ya muy largo rato. 

En tal sentido, el Mundial de Catar será recordado no solamente por la consagración argentina, sino también por la rareza –a mi juicio cada vez más excepcional en el futuro- que a las semifinales llegaron tres países periféricos (Argentina, Croacia y Marruecos) y solamente un imperio (Francia). Queda para la anécdota histórica que el providencial botín del Dibu Martínez evitó -en el último minuto de juego- no sólo una avalancha de infartos y de suicidios en nuestras tierras, sino también la consolidación de una tendencia hegemónica de dos décadas de campeones provenientes de Europa. 

Para colmo de males, la FIFA no se equivoca nunca –al revés de lo sugerido por cierta canción de Silvio Rodríguez-“a favor de los pequeños”; al contrario, los últimos cambios en las reglas consolidan la hegemonía de los poderosos: primero, la ampliación de los planteles (26 jugadores habilitados) favorece a los países con abundancia de material humano de mayor jerarquía; segundo, la multiplicación de cambios (¡que llega a 7 gracias a cierta triquiñuela!) es una patente de corso que cristaliza la supremacía de las grandes selecciones. ¿Alguien puede creer que Croacia pueden poner en cancha 7 jugadores suplentes (como lo hizo Francia en la última final) de análoga calidad a los titulares salientes? O sea, en vez de normas orientadas a equilibrar y hacer más competitivo el certamen, lo que se hace es acentuar las desigualdades (el aumento de la cantidad de países en el torneo es nada más que “jueguito” para la tribuna y más negocio para la publicidad). Así, de lo único que los países pequeños todavía se pueden agarrar es del viejo sistema de eliminación directa a un solo partido, pero me temo que a algún mandamás de la FIFA ya le estará buscando la vuelta para corregir ese pequeño “detalle”…

Nobleza obliga: como el poder se organiza siempre a partir de raíces estructurales en ordenamientos jerárquicos, esas mismas reglas que benefician a Francia o Alemania a escala planetaria, favorecen a nuestro país o a Brasil frente a Perú, Paraguay o Venezuela en la periferia sudamericana (o a Estados Unidos y México frente a Honduras o El Salvador en la CONCACAF). Otra vez, el consabido corolario del “efecto Mateo”: que sigan ganando más los que más tienen.

A esta altura del partido, sería necio discutir los beneficios de la globalización (al menos yo no lo hago, y el debate sería más largo), pero sería absolutamente ingenuo pasar por alto la acentuación de las desigualdades que necesariamente involucra, y el ciclópeo desafío de emparejar los tantos. 

Celebremos, pues, la magnífica consagración argentina en Catar, pero que ese maravilloso  árbol de felicidad no nos impida ver un tupido bosque que augura a futuro más sinsabores  que triunfos deportivos. 

A menos que logremos construir colectivamente una nueva contrahegemonía política y futbolística a escala internacional, jugaremos en estadios más bonitos, modernos e hiper-tecnológicos, pero las canchas estarán cada vez más inclinadas en contra nuestra.