Se supone que, en una democracia, el grupo de políticos que logra una mayor cantidad de votos y accede al gobierno puede ser considerado un gobierno legítimo. Cada determinada cantidad de años –cada cuánto depende de cada país–, los ciudadanos votan para seleccionar a quienes determinarán el rumbo hacia el que se dirige su nación. Más allá de que cada elector lo haga siguiendo su interés, puede pensarse que, en una democracia, la diversidad de intereses permiten producir algo así como un cambiante bien común. Al margen de que son una multiplicidad las razones que hacen que, por ejemplo, un gobierno no sea reelecto, una de las principales sea que, posiblemente, una mayor parte de los ciudadanos haya llegado a la conclusión de que el bien común no haya sido alcanzado o haya sido tergiversado, dados los malos resultados del o los gobiernos anteriores.

Así como el poder real –producto de los resultados electorales– puede quedar fragmentado, como parece ser el caso de la Argentina actual, tampoco cabe olvidar que las democracias modernas se dieron a sí mismas mecanismos de división y de control de poderes. Entre otros mecanismos y procedimientos, los jueces del más alto tribunal realizan el control de constitucionalidad de las leyes y otras normativas, bajo la noción de que no deben atentar contra la Constitución Nacional. Por otro lado, el poder legislativo  –cuyos integrantes fueron elegidos por los ciudadanos– posee mecanismos y procedimientos, previos a los del poder judicial, para determinar si las normativas tendrán fuerza de ley o deberán ser sustancial o parcialmente modificadas o si, directamente, serán rechazadas por el Congreso, entre otros motivos, por satisfacer intereses particulares en desmedro del interés general.

El observador nativo o foráneo atento notará que, por estos días, estamos en Argentina ante uno de esos momentos en los que las tensiones entre los distintos poderes y las distintas fuerzas políticas se miden en torno a cual es la urgencia y los límites al volumen de lo que se quiere modificar. No es que sea una excepción y que no sea una constante (o que no deba serlo) en una democracia, aunque hay momentos en los que ello tiene –por así decirlo– “picos” de conflicto y negociación, y el actual es uno de esos picos. Por supuesto, más allá de las rispideces que ello está produciendo,  ante una ciudadanía que se encuentra expectante y, en cierta forma, aturdida por la velocidad y la profundidad de todo lo que se pretende cambiar, no debe olvidarse que hubo vastos momentos de la historia del país en que no fue posible el diálogo ni la negociación en un marco de diversidad y pluralismo. Dado que, entonces, hoy ello es posible, esperemos que en el toma y daca propio de la política prime un equilibrio entre el bien común y la multiplicidad de intereses en juego.

El último aspecto mencionado refiere al contenido de las transformaciones que surjan de las discusiones y negociaciones que los políticos de las distintas fuerzas están llevando a cabo. Pero para que el bien común no sea atropellado por intereses particulares o de grupo/s, tampoco cabe olvidar que en Argentina –al igual que en muchos otros lugares y momentos– el desdén por las instituciones del estado y la separación de poderes tiene una larga data y, más aún, en momentos como los actuales en que las democracias parecen estar mutando–por diversas razones– hacia situaciones impredecibles. Ante ello, a pesar de que la democracia requiere conflicto y negociación en la búsqueda del bien común (mutable, según las circunstancias), siempre es preferible a la anulación del diálogo político porque, sino, esa búsqueda quedaría cancelada.

En este contexto, sin embargo, el actual gobierno –como cualquier otro gobierno democrático y al igual que otras fuerzas políticas en el país– podría estar corriendo el riesgo de verse tentado de considerar que representaría una suerte de voluntad general, tal como parece ser que creen quienes están llevando los rumbos del Estado, debido a que no se cansan de señalar que los resultados del balotaje a eso los habilita. La cuestión que se encuentra en el trasfondo de esa concepción que, inevitablemente, seduce a muchos políticos –sean estos experimentados o no–, es que confunden representar la voluntad general cuando, en realidad, representan un interés particular o de grupo/s. Al mismo tiempo, como ilustremente propuso Jean-Jacques Rousseau, y forzando un poco su pensamiento, podrían estar suponiendo que, quien se niega a obedecer a esa supuesta voluntad general, debe ser obligado a hacerlo porque eso significa “que se le obligará a ser libre”.

Ante ello, uno tiene la obligación de advertir, una vez más, que una consecuencia quizá no deseada de aquello que propuso Rousseau –al margen de las románticas ideas del autor de El contrato social, entre otras célebres obras–es que la historia nos ha mostrado todo lo peligroso que puede llegar a ser ese supuesto, ya que no escapa a la atractiva sentencia: “El estado soy yo”, cuyo desenlace siempre fue fulminante.