El Gobierno de Javier Milei se lanzó en un complejísimo escenario doméstico, pero también externo: los conflictos regionales (Ucrania, Gaza, el Mar Rojo, entre tantos otros) no solo ha quitado el lustre al prestigio de Occidente como ámbito de paz, sino que también ha vuelto la mirada de las capitales europeas y norteamericanas hacia los casos urgentes.

Afortunadamente, no entramos en ese grupo de casos, sin embargo, la urgencia que nos llama en casa parece mucho más estridente de lo que se interpreta en el Norte Global. Esto no ha minado el interés presidencial por aliarse con Estados Unidos o Israel sin muchos beneficios obvios para la Argentina, una situación que nos presenta al menos dos preguntas: ¿cómo es la política exterior para Milei?, y ¿qué pasa con el resto del mundo?

En luz de los diversos traspiés diplomáticos en el medio, es clara la impericia y la importancia de las filiaciones propias por sobre los intereses del Estado, inmediatos y de largo plazo. De hecho, la falta de coordinación con la canciller Mondino ha enfriado las relaciones bilaterales con nuestros socios estratégicos, en la medida en que pocos diplomáticos se ven alentados a tratar con una funcionaria que puede ser desacreditada por el jefe de Estado.

Esto lleva a la segunda pregunta: qué pasa con el mundo que mira anonadado las idas y vueltas de un Gobierno que no se muestra muy interesado en presentarse de manera coherente. Ello supera divisiones ideológicas: tanto orientales como occidentales, en el norte y el sur, los analistas proponen interpretaciones de la hoja de ruta del mileísmo sin muchas pistas para seguir; basta abrir cualquier diario internacional y leer lo que se piensa del presidente: un enigma.

Esto vale particularmente para Asia, que más allá del desplante y subsecuente reconciliación con China, o el ¿acercamiento? a Taiwán, ha pasado particularmente desapercibida en el radar presidencial, a pesar de ser la otra mitad de nuestra relación económica. Claro que esto no es un fenómeno nuevo: el ombliguismo de la política argentina suele plantear al mundo como una dicotomía de “buenos y malos”, algo que difiere enormemente de las cosmovisiones asiáticas orientadas más hacia el intercambio como motor del crecimiento económico.

Como ejemplo, algunos embajadores de carrera en Asia han atravesado tres Gobiernos (Indonesia) –o incluso cinco (Malasia)– en el puesto, sin órdenes concretas ni participación activa en su destino. Por su parte, embajadas clave están acéfalas (China) o con embajadores en virtual comisión (India, Japón o Vietnam) hasta que se aprueben los pliegos de los políticos que deben reemplazarlos, en un Senado paralizado por los enfrentamientos partidarios.

Estos últimos casos son particularmente preocupantes, dado el grado de formalidad que manejan las elites diplomáticas asiáticas: si no hay embajador, lo que se indica es la ausencia de la representación del Estado, y particularmente del Gobierno. En este sentido, aun con las formas vetustas en las que se maneja este ambiente, con su sobreformalidad y aparente desarraigo de la realidad, constituye en sí mismo el lenguaje universal que quien quiera interactuar con el resto de los Estados debe hablar.

En el medio, los países asiáticos se han consolidado como fieles compradores de nuestro país, aun cuando nuestras importaciones se hayan prácticamente congelado en los últimos meses. En particular, el fuerte aumento relativo de las exportaciones a ASEAN (+43,2%) ha consolidado su lugar como nuestro quinto socio comercial, y segundo en el podio, de acuerdo con el saldo positivo del intercambio.

Especialmente, es revelador que las ventas a Vietnam e Indonesia hayan crecido casi al 80%, y a Medio Oriente, al 60%. De consolidarse estas tendencias (mayores niveles de exportación –principalmente de productos primarios– acompañados de menos importaciones), y si al mismo tiempo se escala la relación bilateral, estaríamos en camino a consolidar a Asia (sin contar a China, con su fuerte déficit comercial crónico) como los principales financistas de Argentina, solo por detrás de Chile y Perú.

Para ello, sin embargo, es necesario hacer un esfuerzo institucional por promover nuestras exportaciones, priorizar las importaciones de países que nos compran, y avanzar en acuerdos que, si bien es improbable que lleguen a buen puerto, al menos demostrarían la buena voluntad del Estado argentino. Esto podría tener especial ímpetu en el marco del programa liberal del presidente, pero para ello es necesario empoderar a la burocracia diplomática que no tiene particularmente el favor presidencial.

De sortearse ese entuerto y avanzar en demostrar lo que Argentina tiene para ofrecer, el nivel de compras potencial de los mercados asiáticos podría ser lo que el país necesita financieramente. Para ello, esperemos que se recuerde una simple regla: sin seriedad no hay diplomacia, sin diplomacia no hay comercio, sin comercio no hay crecimiento.