El León, una suerte de Frankenstein que estaba y está ahí, saltó de la pantalla. Y como en La pradera, aquel cuento de Ray Bradbury, se comió a los padres. Ni más ni menos. ¿Qué hacían los niños (les niñes, se dirá), frente a la pantalla? Pensemos, pensemos. Sigamos pensando. Pero mientras pensamos, hagamos alguna otra cosa más. Hagamos algo para protegernos. Porque ya no hay tiempo.

Se construyó una verdad. Y el verosímil (ay, la base del rumor) funcionó: el Estado que te cuidaba de la muerte en algún momento mutó en el Estado que te impedía vivir. Ni a trabajar ni bailar ni a casa de amigos. Quedate en casa, che. Y algunos que podíamos hacer home office cruzamos el desierto, aquellos 19 días y 500 noches. Mientras algunos ampliaban sus posibilidades sociales en una nueva normalidad, otros empezaban a desconectarse, a caerse de la nube o a no volver a loguearse. Y en la soledad doméstica explotó el uso de redes para cualquier inutilidad o flujo vital.

Si el 2012 fue el año del smartphone, el streaming y una sorpresiva ampliación de la conectividad, el primer año de la pandemia fue el pasaje al acto del shock virtual, como señala Flavia Costa en su excelente trabajo Tecnoceno. Todos, aquí y ahora, estábamos en la nube, en las pantallitas. Y vamos rápido a la política: a la escena sinérgica de Alberto (sus filminas), Larreta y Axel Kicillof concertando políticas de cuidado, le sobrevino la campaña sistemática contra el jefe de gobierno porteño desde su propio espacio. Marchas anticuarentena, antivacunas, denuncias por demoras en las compras de las vacunas, un apedreo permanente de demolición y dinamita. Pero el Estado pagaba ATP, IFE, apoyos múltiples, Pre Viaje, Tarjeta Alimentar y conseguía millones de vacunas. Entre la emergencia sanitaria y la educación virtual, la Corte Suprema fallando por el Gobierno de la Ciudad y las vacunas del Estado Nación que no les llegaban a los docentes, se nos escapó algo. La grieta era por el cuidado (estatal, público y doméstico), pero más vale que nadie gozaba ni elegía el encierro como forma de vida (ni de trabajo ni de ocio, aunque a algunos les funcionara). Allí hubo un daño psíquico social, en parte autoinflingido y en parte agitado políticamente no por la pelea (a esta altura menor) entre Larreta y Alberto, sino por las marchas de Bullrich, Lombardi, Brandoni, los anticuarentena y algunos grupos de dudosa procedencia que empezaban a crecer. La libertad avanzaba, confusamente. El Estado era el enemigo.

En algún momento, el Estado interventor en salud no pudo ser el Estado regulador o estatizador del mercado de granos. Y reculó en chancletas frente al caso Vicentín. Y algo similar pasó con la declaración de servicio público para regular los abonos de internet. Y frente a eso La Nación + de Macri y Saguier continuaba la tarea de demolición. Y un economista se apropiaba de los términos casta, libertad y libertario. Y se paseaba por los medios... Y luego se multiplicó en redes. Hacia la elección de 2021 no solo explotaba la interna a cielo abierto del gobierno sino que además algunos estudios de opinión pública señalaban que una porción importante de la población creía que el responsable de la deuda contraída con el FMI era el gobierno de Alberto y no Macri.

Veinte años antes, hacia 2001, algunos memoriosos recordarán -o habrán refrescado por la rara serie que protagoniza Jean Pierre Noher- que la caída de De la Rúa se precipitó cuando instalado el corralito y creciendo las protestas, el Presidente intenta declarar el estado de sitio y, lejos de frenar a la población, la empuja a salir a la calle. Esa secuencia reveló el fin del Estado: un presidente que no podía mantener ni la convertibilidad ni el orden público en la calle.

De lo que habla el cuento La pradera de Bradbury (alerta spoiler), quizás, es del parricidio como resultado final del enfrentamiento padres-hijos que, a su vez, encarna algo más profundo. ¿No es acaso el deseo de regresar a una vida más natural versus tecnología deshumanizada? ¿No es quizás la necesidad de ser parte de ese Estado, de ser tenidos en cuenta por el Estado y no precisamente de destruirlo?

Mientras tanto, por estos días Lali Esposito muestra algo que todos podemos hacer. Lo mismo que Trueno, Catriel y otros jóvenes artistas que nos están mostrando el camino. Acaso como Taylor Swift en 2018, contra la candidata a senadora trumpista (antiderechos) en Tennessee. La historia del acting político de Taylor, una rubia sureña reina joven de la música country que llegó al podio de Brittney Spears, fue así. Rompió el silencio sobre la política estadounidense al señalar que en las elecciones de mitad de mandato votaría por candidatos demócratas, y explicó que siempre había elegido sobre la base de qué candidato protegía los Derechos Humanos. Swift escribió en Instagram, donde tenía 112 millones de seguidores: "Siempre he votado y votaré teniendo en cuenta qué candidato protegerá y luchará por los Derechos Humanos, que creo que todos merecemos en este país. Creo en la lucha por los derechos LGBT y cualquier forma de discriminación basada en la orientación sexual o de género es INCORRECTA".

Puede ser por el aborto, puede ser por el Conicet, por la TV Pública y el INCAA, por las Universidades Nacionales, los Museos, los derechos de la mujer y las disidencias, las escuelas, la Salud Pública; puede ser por la moneda, el Banco y el Mercado Central, puede ser por el Preámbulo (Alfonsín y los 40 años de la democracia) y la Constitución Nacional; por la división de poderes, el Orden y la República. Por los sindicatos, los movimientos sociales, los pueblos originarios, por la Patagonia, las provincias, el litio, los hidrocarburos, el medio ambiente, las Malvinas. Cada uno elegirá la razón y el motivo que quiera para movilizarse. Lo único importante es darse cuenta de que no hay tiempo para perder. Y tampoco alcanza con las redes sociales, eso es solo para empezar.