El vértigo de las campañas, los cruces discursivos subidos de tono, las fabulosas cantidades de dinero invertido y el fragor de la competencia por el voto suelen hacernos olvidar un detalle no menor: las elecciones sirven para resolver algunos importantes problemas de la política, pero no todos; y a veces, a la vez que desatan algunos nudos, enroscan otros nuevos. Con las PASO del próximo domingo puede suceder algo por el estilo.

Sin duda, las PASO definirán las candidaturas que seguirán en carrera, pues para algo de eso se inventaron. Pero al menos hay tres espinas clavadas en el corazón de nuestro sistema político que son más duras de remover.

La primera cuestión se refiere a la polarización obtusa que viene dominando la política argentina desde hace más de una década, encarnada en los liderazgos excluyentes de Cristina Fernández de Kirchner y Mauricio Macri. Hablando mal y pronto, una polarización normal es la que hemos visto en la gran mayoría de las elecciones presidenciales celebradas en América Latina en los últimos años (dejo entre paréntesis el peculiar problema de los outsiders que es harina de otro costal). Un candidato o candidata de centro-derecha se enfrenta a otro u otra de centro-izquierda; luego de fidelizar a su electorado, cada contendiente tiene incentivos –en los tramos decisivos de la campaña- para correrse hacia el otro lado, de modo de pescar en la pecera de su adversario. La carta de Lula a los evangelistas es un ejemplo (casi desopilante) de este tipo de táctica, que merecería tener un espacio de privilegio en cualquier manual de ciencia política. Lo bueno del asunto es que tratar de acercarse a los votantes del o de la contrincante no sólo permite ampliar las propias bases de sustentación política de cada coalición, sino que también favorece la elaboración de políticas públicas más moderadas, consensuadas e inclusivas.  

Pero aquí las cosas se han dado de otra manera. Pensemos en el caso de CFK: a todo trapo puede reunir una intención de voto del 30%, pero hay un 70% que la detesta y que jamás de los jamases votaría por ella. Esta peculiar distribución de preferencias ha tenido una serie de negativas consecuencias económicas (la ruinosa política energética no es la menos notoria) y de efectos políticos perversos: ella no tiene ningún incentivo para elaborar una política electoralmente “inclusiva”, corriéndose hacia el centro ideológico del espectro,  y así captar el sufragio del votante “mediano”. Simplemente no lo puede hacer. Por eso está condenada a “sentarse” sobre su masa de votantes (que le otorga un piso alto pero un techo bajo) y a tratar de dividir por cualquier medio a sus adversarios. Y con Macri sucede –en espejo- algo semejante: aunque se pinte de rojo, ni el más distraído votante “progre” lo votaría.

Como yo leo los diarios igual que usted, ya sé que ninguno de ellos compite en esta elección. Pero el problema no son sólo las personas, sino las “posiciones” en el campo político. Así, por caso, Patricia Bullrich tiende a ocupar el mismo lugar confrontativo de Macri, y con ella se corre el riesgo de reiterar el patrón antagónico que ha obturado el diálogo y la conformación de mínimos consensos para salir de la desastrosa situación socio-económica en la que estamos empantanados hace ya demasiado tiempo, por obra y gracia de un modelo populista totalmente agotado.

En tal sentido, y dentro de la "sencillez del conjunto", Massa y Larreta parecen tener mayor capacidad política para articular tanto al conglomerado peronista como al archipiélago republicano sobre nuevas bases. A la vez, podrían avanzar hacia una cierta zona de convergencia en torno a un conjunto razonable de políticas de consenso. Pero que tengan esa capacidad no significa que vayan a tener la oportunidad y -sobre todo- la voluntad para lograrlo...

La segunda cuestión se refiere a la fragmentación larvada del sistema de partidos, donde conviven grupos, tribus y movimientos que patean para lados muy distintos, e incluso para rumbos contrarios, aunque bajo el mismo tinglado. Esa fragmentación opera tanto a nivel de las élites dirigentes (en un plano “horizontal”), como en la relación “vertical” entre representantes y representados (nótense –por ejemplo- las dificultades que tienen Larreta o Bullrich para “contener” a los votantes del otro/a bajo la misma “marca”).

Buena parte de esa fragmentación queda disimulada por el mecanismo de las PASO, pero el dispositivo se acciona solamente para definir el juego democrático de elegir gobernantes (que no es poco); claro que después viene el menudo problema de generar condiciones de gobernabilidad para enfrentar los gravísimos problemas que padecemos desde un vector unificado de poder estatal. Y aquí es donde las experiencias coalicionales que supimos conseguir –la más lejana de la Alianza y la que venimos padeciendo con el Frente de Todos- han mostrado su peor hilacha. En ningún caso se ha sabido, se ha podido o se ha querido conformar un sistema de toma de decisiones capaz de articular legitimidad democrática y eficacia resolutiva junto con una bitácora de vuelo que permita planificar sobre un horizonte de mediano plazo.

Esta problemática referida al plano de la conducción estratégica, tiene consecuencias –como hemos subrayado en estas páginas en otra oportunidad- en un plano tecno-político más pedestre. Después de cada elección todo el mundo se anota al feliz reparto de cargos, pero después hay que jugar el difícil partido de gobernar, atacando y defendiendo con un criterio común. En este punto valga como ilustración una herencia organizativa que el kirchnerismo legó al macrismo y que el oficialismo actual tomó de Cambiemos: la parcelación del circuito de decisiones económicas en varios ministerios hacen especialmente complicada –y en algunos casos, virtualmente imposible- la coordinación de políticas. Encarar un programa de estabilización como el que necesitamos con un esquema de “loteo” de cargos y posiciones de poder como el que hoy tenemos equivale a comprarse un boleto para el desastre.

El tercer problema se refiere a la incertidumbre asimétrica que generan las dos coaliciones mayoritarias. Si descontamos el triunfo de Massa en un lado del mostrador, ya sabemos que se trata de un accionista minoritario de una empresa cuyo paquete accionario mayor está (al menos por ahora) en manos de Cristina. Esto no sólo se refiere a la cantidad de votos que arrastra en el AMBA, sino al hecho de que Ella y su hijo se encargaron de usar la lapicera para llenar las boletas legislativas con cuadros propios. En ese contexto valen una serie de preguntas que en la actualidad nadie es capaz de contestar: ¿Qué política económica haría un Massa presidente? ¿Cómo se resolverá la obvia tensión entre las huestes político-electorales de CFK y un político -como el tigrense- tan voraz e inescrupuloso como Ella, pero con una mirada estratégica diferente? ¿Llegarán a un acuerdo (que incluye la impunidad familiar de los K.) para encarar algunas políticas económicas sensatas o estamos en la antesala de una estruendosa guerra en la cubierta del Titanic? ¿El Massa de mañana repetirá la historia que escribieron ayer Néstor y Cristina contra Duhalde? ¿Le “dará el cuero” para hacerlo? El pequeño detalle a tener en cuenta es que aquella disputa interna –primero solapada y luego desembozada- se jugó en un país relativamente estable y en crecimiento (entre otros factores gracias a las inversiones que venían de la época de Menem, a la caída brutal del salario o del gasto público por efectos de la devaluación y al ciclo favorable de las commodities), mientras que ahora navegamos en la tormenta sin reservas, endeudados hasta el cuello, con un desorden de precios relativos descomunal, una brecha cambiaria insostenible, una combinación de déficit fiscal y cuasi-fiscal detonada, una inflación galopante del 120% (para poner un número caritativo) y un 40% de la sociedad sumida en la pobreza.

Del otro lado de la toldería la incertidumbre es diferente. Si en el caso del peronismo nos preguntamos qué política económica hará, ante un eventual triunfo de Juntos por el Cambio nos topamos con un interrogante distinto: ¿podrán hacer la política que –creemos- querrían hacer? Dicho de otro modo, en el supuesto de que haya coincidencias precisas sobre el complejo programa de estabilización a poner en marcha: ¿tendrán los recursos políticos y el acompañamiento ciudadano para llevarlo adelante? ¿Responderán los resortes estatales disponibles a una política que necesariamente implicará costos y ajustes varios? ¿Cuál será la tolerancia social a un programa que –en el mejor de los casos- dará sus frutos después de cierto tiempo? ¿Habrán aprendido la lección que dejó escrita la soberbia e ignorante apreciación de Macri antes de asumir en 2015: “a la inflación la derrotamos en seis meses”?

Por todo esto y mucho más, querides amigues, vayamos a votar el domingo 13 por la opción que más nos gusta (o que menos nos desagrada), pero no pensemos que el lunes 14 empezarán a marchar las cosas sobre ruedas. Más bien, agárrense fuerte porque vamos a despegar con rumbo a lo desconocido.