No sorprende encontrarnos interpretaciones sobre las últimas elecciones presidenciales en Argentina, según las cuales el pueblo ha elegido a un candidato en el que se siente identificado, no solamente por lo que argumenta o promete, sino sobre todo por los sentimientos que encarna. Así, la identificación entre representante y representados/as estaría ligada no tanto al componente argumentativo del discurso, sino sobre todo al “ethos” y al “pathos” del mismo, es decir, a la imagen de sí que el enunciador da, y a los sentimientos que es capaz de encarnar y movilizar.

Me pregunto entonces, si tenemos un presidente que encarna sentimientos de odio, de resentimiento, sobre los que gran parte de la sociedad se encuentra identificada, o si por el contrario (o en consonancia), existe cierta inteligencia maquiavélica de parte de sectores neoconservadores al retomar estos sentimientos, reelaborarlos y potenciarlos para obtener resultados. Quizás sea una pregunta absurda, o para peor, bastante inocente, porque en realidad se trata de un proceso dual, que va de representante a representados/as y vice-versa.

A sabiendas de que los fenómenos sociales y políticos no se explican “de arriba hacia abajo”, ni tampoco “de abajo hacia arriba”, sostengo que el neoliberalismo (no sólo como programa político-económico, sino socio-cultural) se basa en la movilización de “pasiones tristes” (parafraseando a al economista y filósofo francés Frédéric Lordon), como podrían ser el resentimiento, el odio, la resignación, pero al mismo tiempo, en la fabricación de “pasiones alegres”, vinculadas centralmente con la satisfacción de deseos a través del consumo de mercancías, fenómeno que alcanza no sólo a la conquista de objetos, sino también de información o comunicación.

Lo que importa pensar, entones, es cómo los discursos de las “nuevas derechas” articulan la evocación de pasiones tristes con la fabricación de pasiones alegres; lo cual, en términos concretos, se manifiesta en la tónica beligerante, agresiva y nihilista que asumen algunos enunciados, con su contraparte jocosa, irónica y por momentos “relajada” que asume la narración.

No importa tanto, entonces, argumentar si estamos inmersos en una sociedad resentida que vota políticos resentidos, sino más bien explorar en mayor profundidad las raíces del resentimiento para saber de qué forma se fabrica colectivamente este sentimiento, y en todo caso, cómo ciertos sectores de la política sacan partida sobre el mismo. Pero también, tendríamos que hundir la pala para encontrar las raíces del entretenimiento, de la diversión, de la actitud relajada y sobradora que asume la parte de la sociedad que está indignada, frente a la otredad, la alteridad y las desigualdades, de las que curiosamente son víctimas también. De manera que, para hundirnos a esas profundidades, tendríamos que mostrar cómo están construidos los cimientos de esta colosal estructura, que fabrica sentimientos y los utiliza políticamente.

Un lugar donde se puede mostrar la reproducción de la estructura es (y no digo nada nuevo) en la cultura mediática y del entretenimiento. Allí encontraremos pistas sobre esta perversa lógica de deplorar y divertirse, que encuentra adictos/as por aquí y por allá.

Pero no sólo se trata de mostrar dónde se fabrican el resentimiento y la diversión, actitudes aparentemente contradictorias, propias de las sociedades tardo-capitalistas, sino mostrar de qué materiales están hechos. Al indagar la composición de estos materiales, quizás descubramos que están conformados por los mismos o parecidos elementos. Uno de estos materiales podría ser la cultura de la “inmediatez”, que caracteriza tanto al odio como a la diversión.

Nuestras sociedades, abrumadas por la velocidad en la que transcurren los acontecimientos (o mejor dicho, la información que los describe) no quieren, “ya no quieren”, esperar. Entonces, el resentimiento que habitan nuestras sociedades no es el de la espera fría de una venganza, sino una manifestación apresurada y algo torpe, de búsqueda de reconocimiento, de sutura de una subjetividad que no puede reconstruirse sobre otras bases, sobre otros valores, y que recuerda o reconoce de forma agresivamente nostálgica sólo algunos de los bienes que le han sido arrebatados.

Sobre esos recuerdos fragmentarios de tiempos mejores, y entendiendo con eficacia el estado de desesperación de ciertos sectores, que no quieren esperar o que no creen en falsas promesas, las nuevas derechas montan sus “discursos de odio”. Pero al mismo tiempo, frente a esta distopía realista y carente de imaginación, producto de una cultura de la “inmediatez” incapaz de querer concebir algo sobre la superficie de lo bello o de lo nuevo, es necesario construir y brindar la capacidad de saciar algunos deseos de corto y mediano plazo.

Mientras esta estructura político-económica pueda satisfacer deseos de consumo y entretenimiento, los discursos de odio funcionarán como potentes contrapesos, señales de la importancia de fortificar una conciencia moral frente a todo lo que amenace el ejercicio de las libertades individuales. Pero si no es capaz de garantizar las pequeñas diversiones y placeres anhelados por sectores que ya no pueden esperar, la manipulación del resentimiento podría volverse un arma en contra de sus propios progenitores.

Esta sea, probablemente, una clave para comprender lo que le avecina a la sociedad argentina en los próximos meses o años.

En cualquier caso, las ciencias sociales se encuentran frente a un “giro afectivo”, que exige analizar acontecimientos sociales, culturales y políticos bajo el tamiz de las emociones, las pasiones, los afectos y/o los sentimientos. Probablemente este giro hacia las emociones como terreno de exploración científica, tenga que ver con que el neoliberalismo, y actualmente, las ultra-derechas, han logrado extraer buenos resultados al comprender las tramas afectivas de algunos sectores sociales, agotados, resentidos, desplazados, con deseos de reivindicación, de reconocimiento, cuando no de revancha.

El caso es que no sólo se trata de comprender estados anímicos colectivos, sino de ofrecer una disputa a sus fabricantes culturales y políticos, para movilizar voluntades, para frenar reformas económicas, sociales, culturales y políticas regresivas, que actualmente poseen amplios niveles de consenso y legitimación.