Hace bastante tiempo he abandonado la creencia en que soy dueño o artífice de mi destino o en que puedo elegir las circunstancias acordes a mis deseos o proyectos. En realidad, nunca creí en eso, porque nunca creí en el destino, ni en los deseos ni en los proyectos. En general, me he dejado vivir, es decir, me he dejado tramar y atrapar por las circunstancias, que me han elegido, y que escasas veces he elegido.

Diversos acontecimientos recientes, socio-políticos y biográficos, me han vuelto consciente de que tuve suerte en recibir lo que comúnmente se denomina “buena educación”, y todo otro conjunto de derechos asociados, como la salud, la niñez y la vivienda.  Ha sido una cuestión de probabilidad, más no de voluntad, haber caído en una porción de la sociedad que gozó los frutos de las luchas de sus antecesores y contemporáneos, plebeyos o pequeños burgueses con consciencia nacional. Pero la fortuna se terminó; “no hay más plata”, dicen gentes con ojos extraviados en las calles de la libertad. Hoy una parte de la sociedad acusa a otra de no pertenecer a la categoría “argentinos de bien”.

Pese a esta injuria de la que me siento blanco, debo decir que siempre hice lo que me dijeron que tenía que hacer; y lo hice no por mera obligatoriedad al mandato, sino porque también creía que había algo justo y noble en esas recomendaciones. Cuando era niño, me dijeron que cuidara la escuela pública, porque lo público era de todos (se delegaba históricamente, de generación en generación) y, por ende, que era sagrado, tanto como los objetos que había en mi casa. Tal es así, que una vez increpé a un niño en el baño de mi escuela, cuando lo encontré haciendo un desmán al mobiliario del mismo. En mi cosmovisión, ese niño era foráneo, no era ni de la escuela pública, ni del barrio, ni era un “argentino de bien”, porque estaba ultrajando lo común.

Siempre sentí que, estudiando (ya sea preparando una exposición en el colegio, luego un final de sociología o más tarde en el doctorado) estaba contribuyendo con algo que era superior a mi destino, a mis deseos, proyectos, y sobre todo, a mi propia voluntad. Ese motivo superior se apoderaba de mi voluntad, al punto que me hacía cometer –quizás estériles y cuestionables- arrebatos individuales de justicia o aleccionamiento moral a quienes dañaban lo que yo consideraba que era sagrado y parte de la comunidad.

Hice las cosas lo mejor que pude. Hice los deberes, tanto que me tomé el estudio como un trabajo; pues a nuestra generación (niños/a de los 90’) se nos dijo que debíamos ir a la universidad, y que debíamos trascender las condiciones de vida de nuestros padres y madres, para ser más conscientes, para vivir menos alienados, para tener más dignidad. Por suerte, había algo más que una mera rectitud moral en mis comportamientos individuales, pues siempre tuve intenciones altruistas. Creo (no estoy seguro) que no creía mis creencias por simple temor a la sanción. Siempre creí que mis acciones servían a un propósito mayor; a un sistema simbólico conformado por lo nacional y por mis antepasados, cuando era niño, luego por “la humanidad” cuando era adolescente, y finalmente por “la sociedad”, hasta hace unos pocos días.

Pero el desasosiego es casi absoluto, y la situación social y política actual es la gota que rebalsó un vaso que, a decir verdad, ya lo estaba desde antes. Me siento estafado porque muchos de quienes me inculcaron las ideas en las que creo, sobre todo, la creencia en el bien común, en la justicia y en la igualdad, han elegido entregarse al resentimiento, al descreimiento y al odio; me siento estafado, o en realidad, tristemente defraudado, porque en el fondo creo que esas personas nunca han creído en aquello que me han inculcado. No me queda más que suponer, entonces, que quien creyó en esos valores he sido yo y algunos idiotas más; aún así, mientras discurre este texto, ahora mismo y pese a todo, sigo creyendo esas creencias, sin sentirme un idiota por ello. Deduzco, con bastante obstinación, que hay algo sensato y noble en las ideas que siguen de pie en mi interior, pese al castigo de la coyuntura.

Me pongo a pensar, y a dudar, si soy un “argentino de bien”, o si en realidad he sido un estafador bastante egoísta por haber hecho lo que me dijeron, que era estudiar, y no haber obedecido los designios de mi libertad individual. Podría haber intentado avocarme a los negocios, a la propiedad privada, habiendo gozado más dichosamente los productos del mercado. Lo pienso, cierro los ojos, o miro otros ojos, y no bajo la vista, como quien no se miente a sí mismo. ¿Seré bastante sínico entonces? Lo cierto es que no me siento un estafador egoísta por haber elegido y obedecido el mandato de estudiar, por mero amor al conocimiento, ni por haberme sentido parte de una escuela pública, de un barrio o de una universidad. Si tengo que tomar las banderas del adversario libertario, debo decir que no me siento parte de eso que llaman “los argentinos de bien”; estoy en la vereda de enfrente de quienes creen que la solución de los problemas está en privatizar lo público o en “financiar” derechos.

Para dar un ejemplo auto-biográfico sobre la financiación de la educación, el colegio secundario al que fui era privado; a mí y a otros compañeros/as nos hacían descuentos porque había familias que no podían costear el total de cuota. Las reglas de juego las ponían los contribuyentes; los que pagaban la cuota completa sabían que había subvencionados; en consecuencia, no había reglas compartidas entre directivos, profesores/as y alumnos. Las condiciones de la educación eran completamente mercantiles, y el resultado era una convivencia en condiciones de desigualdad y estigmatización; un reino de terror creado por alumnos/as que sabían que podían transgredir cualquier frontera ética o moral, pues nada valía más que el dinero de la cuota que sus padres pagaban, y que era lo que el colegio finalmente necesitaba. Este ejemplo, quizás, ilustra que los derechos o los valores no se financian, sino que valen por sí mismos, pues son de todos y para todos. Individuos libres frente a la ley y al mercado no pueden ni deben pagar por educación; una educación que sea financiada por contribuyentes individuales nunca podrá gozar del estatuto de llamarse educación sin antes degradarse.

Para peor, esta experiencia en la escuela privada, decepcionante, fue tallando en mí un espíritu complaciente y apático frente a la inequidad, en lugar de forjar un justiciero defensor de sus valores. Un espíritu contrario, supongo, al demis abuelos, que eran “gente de trabajo”, y tenían fuertes convicciones políticas y morales. Como no tenían pánico a la pobreza ni horizontes de pertenencia a la burguesía, no les temblaba el pulso si algo conspiraba contra su armazón de valores. Decían lo que pensaban, en la cara, sin Smartphone, y si algo era considerado por ellos una ofensa, es probable que se levantaran de la mesa y se fueran. Era un cierto gesto plebeyo, orgulloso y probablemente patriarcal. Al menos, eso me contaron sobre mis abuelos. He romantizado esa actitud justiciera, pero no la he puesto en práctica durante mi vida adulta, como sí lo hice cuando aleccioné a un niño que amenazaba el orden sagrado de la escuela pública. Por el contrario, he dejado que gente interesada por el dinero, gente sumamente egoísta y vanidosa, imponga sus creencias en una mesa familiar o laboral. Lo he hecho pensando que las discusiones no tenían sentido, que el silencio o cierta pasividad eran antídotos sabios. No hice lo que me dijeron que hacían mis abuelos.

Si algo tengo que reprocharme, entonces, es que personas como yo, que, al sentirse íntegras con un plexo de creencias y valores, restaron beligerancia, retórica y argumentatividad frente a otras que lo único que querían era ejercer su libertad de cobrar y consumir, y que se juraban ante cristo los domingos para sentirse menos miserables. Muchas de esas personas abrazaron una ideología que dice que las/los científicos o investigadores somos holgazanes, viajeros ociosos subsidiados por los que menos tienen, y peor aún, que la ciencia no sirve para nada. Personas que se encomiendan a las fuerzas de cielo y se pregonan en el dólar, y que depositan en mascotas la fe que perdieron en las personas, así como en sí mismos

Vuelvo al comienzo de esta parrafada desconcertada, para declinar mi voluntad a las fuerzas del cielo, o bien para volverme un converso a la libertad libertaria, y gozar entonces de esas pequeñas concesiones que el capitalismo me permita en la gran urbe. Compraré una moto si me alcanza la plata; una que haga bastante ruido. La usaré sin casco, me pondré unos cuantos tatuajes en el cuerpo, seguramente de serpientes, y algún raro peinado nuevo, mostrando mi rebelión contra todo y contra nada. Gozaré de mi libertad de manejar mi escandalosa moto por la ciudad, doblando violentamente en las esquinas, así pasen cochecitos con bebés, niños o ancianos. Lo haré porque esa será mi estúpida, pero realizable libertad.

Mandaré a todos a la misma mierda y diré todo lo que quiera decir, así implique la aniquilación del otro; compraré personas como mercancías; compraré sus corazones, sus sonrisas, sus tristezas, pues sabré que hasta el alma más prístina requiere financiamiento; me diré tres veces “viva la libertad, carajo”, y cuando lo haga, sabré que he dejado de ser el que hizo lo que le enseñaron y hasta llegó a amar sus creencias. Haré nuevos deberes, como si volviera a ser un niño. Lo haré, y cuando lo haga, sabré que he dejado de ser quien era para ser otro, y será como haber perdido la vida. Sabré ahora sí, que después de tanta obediencia, seré dueño de mi destino. Seré libre. Seré un “argentino de bien”.