¿Cómo se fabrica, comercializa y consume la felicidad en tanto promesa, en una vida que carece de ella? ¿En qué consiste este poderoso mecanismo disciplinador y cuál es el engranaje que ocupa el mundial? Cuando comencé a imaginar este artículo, lo primero que traté de evitar es un argumento que ya circula en la arena pública y que -por cierto- resulta fuertemente convincente: que el mundial de fútbol es una “tapadera” de la realidad social y la máxima expresión del carácter perverso del capitalismo, que al erigir su espectáculo y su negocio global, invisibiliza y naturaliza las profundas desigualdades, exclusiones y violencias que atraviesan, primero a la sociedad del país anfitrión, y luego, a las sociedades contemporáneas. Adhiero plenamente a este argumento.

Pero creo que, aunque convincente, el argumento no es lo suficientemente poderoso para concientizar a la población sobre las injusticias que priman en el mundo actual, y menos aún para desactivar la incidencia que tienen los mundiales de fútbol en la caja de fantasías y recuerdos de las personas. Pues, ¿es el mundial de fútbol el lugar propicio para cuestionar el cinismo de la sociedad, cuando día a día se reproducen desigualdades y opresiones de clase, raza y género, entre otras?

De hecho, no sé si podría (o querría) encarnar una voz antipática sobre las sensaciones y emociones que movilizan los mundiales de fútbol en muchas personas. Inclusive, siendo yo alguien fervientemente crítico del neoliberalismo (por lo que se me podría imputar el mote de “negativo”), no puedo decir que -dado que el mundial se celebra en un país como Qatar, o porque la situación social de nuestro país está en un momento “delicado”- el fanatismo por el fútbol responda a un comportamiento cínico o perverso.

Por el contrario, más que una actitud obscena, creo que hay en el individuo una pulsión, un arrojo voluntario al mundo de la fantasía como forma de evadirse del sufrimiento. Por ello, y porque no puedo reconocerme completamente ajeno a esa pulsión, es que no me sorprende que el mundial de fútbol funcione como un potente mecanismo productor de felicidad y fantasías, en un mundo que carece de ellas.

La felicidad, según se la conciba desde la cultura oriental u occidental, puede ser entendida como un estado pacífico, apático, constante y moderado, o bien como un estado temporario, volitivo y eufórico. Nuestra cultura parece más cercana de esta segunda acepción de la felicidad, pues busca ofrecer experiencias de identificación colectiva que produzcan la excitación de ciertos estados emocionales para compensar o mitigar el profundo sufrimiento que conlleva la vida cotidiana.

Ahora bien, como sostiene la filósofa Sara Ahmed, el capitalismo actual despliega un fuerte dispositivo de disciplinamiento a través de una felicidad que es ofrecida como “promesa”. Se trata de un producto que puede ser comprado por las/los consumidores, luego de cuya adquisición se alcanzaría un estado de éxtasis, satisfacción, goce y plenitud. Cómo sostiene la autora, esta promesa carece de toda negatividad, pues se presenta como una plena positividad en la que está ausente el dolor. La evasión del dolor requiere del consumo permanente de la felicidad, que necesita repetirse y en dosis cada vez más altas, pues el dolor negado se hace cada vez más grande tanto para el individuo como para la comunidad.

Este argumento sirve como modelo para explicar ciertos comportamientos que en los consumidores genera el fútbol en tanto espectáculo y como mercancía. Pero no solamente el fútbol, sino otras tantas evasiones. La misma ansiedad que generaba, en la época de los discos de música, escuchar lo desconocido; o el nerviosismo previo a jugar un partido de fútbol (para quienes nos gusta jugarlo); o la ilusión de la Navidad cuando se es niño/a, entre otras tantas experiencias de alienación.

Por eso, quiero poner en juego mi propia subjetividad para preguntarme si podríamos (si podría) vivir sin estos mecanismos de evasión, si podemos (si puedo) distinguir formas de mitigar el dolor para evitar aquellas que nos hacen mayor daño; o si es posible saciar una demanda de transparencia, de realismo puro, que quienes cuestionan acérrimamente el cinismo del fútbol probablemente tampoco puedan satisfacer. Me pregunto qué sucedería en una sociedad profundamente injusta como la nuestra sí, no habiéndose subvertido las matrices de la desigualdad reinante, no existirían estos sucedáneos y suculentos empachos de felicidad espuria.

Hay algo de la filosofía oriental, que hoy sostienen los coaching y líderes espirituales, que me resulta difícil proyectar a nuestras sociedades: la renuncia a la felicidad en tanto estado eufórico y la construcción de un “camino” que se ubica en medio de la apatía y el éxtasis. Siguiendo esas recetas, sería preciso que al mirar un partido del mundial de fútbol, no nos hagamos muchas expectativas por el resultado que obtendrá la selección, que no nos genere demasiada tristeza si pierde ni demasiada alegría si gana.

Aunque no niego el potencial de un modo de vida que renuncia a la épica, como observador y rudimentario practicante del fútbol, me pregunto si no he utilizado desmedidamente el juego como espacio para concertar encuentros épicos con amigos, padres, hermanos y también como escenario de conflictos. Me pregunto quién ha sido el verdadero destinatario de mis gritos de gol, y cuáles han sido las razones verdaderas de mis profundos desasosiegos por las eliminaciones mundialistas. En realidad, creo poder encontrar las transparentes razones que provocan esas alegrías y tristezas desmedidas, pero en cierto modo, creo también que al sacarles toda mediación fantasiosa, no quedaría más que un dolor seco e inútil.

Lejos de toda transparencia, y aún a sabiendas de la seriedad que revisten las problemáticas sociales de nuestro tiempo, sigo mirando videos de jugadores y equipos que admiré, repasando momentos épicos de mundiales y revisitando mi pasado a través de ellos. Elijo cada tanto la placentera somnolencia que provee la nostalgia y que el mundial de fútbol como concepto y como evento concreto cataliza con gran eficacia, y la búsqueda en mi memoria de imágenes desordenadas y borroneadas que testifican que he vivido y que soy alguien más que este presente.

Quiero dar algunos ejemplos: el partido de Argentina vs Grecia del mundial 1994 fue para mí algo más que el debut mundialista de aquella selección y la gran definición con festejo a la cámara de Diego Maradona, sino también mi primer año escolar y el recuerdo de estar toda la escuela en el salón de actos mirando la pantalla de un pequeño televisor. También es el recuerdo de haber compartido ese momento con mi hermano.

El partido de Argentina vs Inglaterra del mundial 1998 fue para mí algo más que un partido vibrante, sino el recuerdo de perderme el segundo tiempo porque tenía que hacer un trabajo grupal para la escuela. Fue quizás, el forzoso aprendizaje de que el fútbol no debía ser para mí más importante que el estudio.

El partido de Argentina vs Alemania del mundial 2006 fue para mí algo más que la decepción por una eliminación, sino también el recuerdo de un joven que comenzaba la carrera de sociología y sentía una enorme expectativa por el futuro.

El partido de Argentina vs Holanda del mundial 2014 fue para mí algo más que la frase de Mascherano a Romero (“hoy te convertís en héroe”) sino el recuerdo de mi vieja saliéndose (por unas pocas veces en su vida) de su papel moderado e hiperrealista para darnos un abrazo de unión.

En definitiva, aunque creo que la felicidad se comercializa como promesa, como mercancía, y que su efecto es somnífero, pues luego del mundial seguramente se desnude la problemática social e individual con mayor crudeza, prefiero creer en la ilusión de que podamos unirnos, al menos, mientras dure la promesa. ¿Qué creen ustedes?