“Las ideas son prisiones de larga duración”, decía el eminente historiador francés Fernand Braudel. Y la frase sirve –entre muchas otras aplicaciones- para captar la persistencia de una concepción caudillista de la política, que domina en buena parte de los partidos políticos argentinos (afortunadamente no todos), pero que es absolutamente hegemónica en el peronismo. Esa visión está en las antípodas de un concepto moderno, institucional, colegiado, de ejercicio del poder, basado en reglas explícitas de agregación de demandas, de deliberación pública y de toma de decisiones.

Las líneas anteriores podrían ser consideradas una mera letanía académica de buenas  prácticas, sino fuera porque estamos metidos en el medio de una crisis de magnitudes  homéricas, y  el modo de gestionar nuestros conflictos no es precisamente parte de la solución, es una porción fundamental de los problemas.

La historia es larga pero vamos a hacerla corta. A mediados de 2019, a horas del triunfo electoral de Juan Schiaretti en Córdoba, Cristina Fernández de Kirchner le ofreció a Alberto Fernández la candidatura a presidente. Tal vez nunca sabremos a ciencia cierta qué tipo de arreglo forjaron, pero en cualquier caso vale recordar que el profesor de derecho penal había sido –durante diez años- una de las caras visibles y uno de los principales operadores del peronismo no-kirchnerista. Mediante ese engendro político, Cristina eludía el veto de un sector clave de jefes territoriales justicialistas a un tercer gobierno suyo, disminuía el riesgo de enfrentar un amplio rechazo de la ciudadanía, permitía sumar a Sergio Massa, y posibilitaba que todas las aguas partidarias confluyeran hacia el dulce molino de la victoria.

CFK designó a su candidato con un tweet, lo impulsó con un video, y el Frente de Todos se vio en la burocrática obligación de acompañarlo con un desvaído documento de una veintena de páginas a manera de plataforma. Allí se destinan 1216 mezquinas palabras a hablar de un tema menor, la economía: la mitad son profusas diatribas contra el oficialismo de entonces; la otra mitad son una sarta de expresiones de deseo mixturadas con preocupantes vaguedades. 

Las comparaciones suelen ser odiosas y en este caso, además, tal vez sea un cotejo desmedido. Pero el llamado “Contrato de Coalición”, firmado entre socialdemócratas, ecologistas y liberales, que llevó a la cancillería alemana a Olaf Scholz en reemplazo de Angela Merkel, consta de 177 detalladas páginas donde se expone prolijamente un programa de gobierno. (A quien le interese el tema o tenga insomnio, y como yo, no sepa alemán, puede encontrar en internet una traducción al español de cuarenta carillas).

Un punto a resaltar en este rápido recuento (que el relato kirchnerista prefiere obscurecer), es que Alberto no es hijo de la genialidad estratégica, la graciosa fortaleza, y menos aún, de la infinita bondad de la viuda de Kirchner. Es el resultado de las empardadas debilidades de las distintas fracciones peronistas para establecer un esquema que resolviera la competencia interna y/o permitiera impulsar a un candidato ganador propio.

La buena lógica hubiese indicado en ese contexto conformar seriamente un espacio colectivo de toma de decisiones, con participación de los distintos sectores que conformaban el Frente de Todos, en particular con aquellos que tenían altas responsabilidades de gestión y amplia representación parlamentaria. Lejos de esto, Cristina se fue afianzando como eje de poder efectivo dentro de la improvisada coalición electoral, que de este modo nunca dio los pasos necesarios para transformarse en una auténtica coalición de gobierno, en creciente tensión con el cada vez más estrecho círculo albertista. Tal vez el síntoma más notorio de esa manera excluyente y piramidal de toma de decisiones quede bien ilustrado por una cuestión que está lejos de ser anecdótica. El kirchnerismo logró imponer como presidente partidario -en el principal distrito electoral del país-, al mismo individuo que previamente había encumbrado como jefe de bancada en diputados: un muchacho que hasta el momento ha logrado disimular celosamente sus méritos en cuanto a habilidades de negociación, cintura política o capacidades intelectuales.

Sin duda, la pandemia y la invasión de Rusia a Ucrania han agravado nuestros problemas socio-económicos (como lo han hecho en diferentes países), pero todos los ingredientes que explican nuestra actual crisis estaban servidos a la mesa en diciembre de 2019, y la mayoría de ellos tenían una década de arrastre. Nadie con un mínimo de inteligencia o de honestidad puede hacerse el distraído o la distraída. Por eso, la forma de encarar esos viejos desequilibrios era (y sigue siendo) tan importante como el contenido de las políticas. El más consistente de los programas económicos corre el riesgo de fracasar sin el sustento claro y firme de una dirección política.

Pero a esta situación se le agrega un problema tecno-político más específico que solamente puede quedar esbozado en estas líneas (y que tímidamente Batakis está intentando corregir…); se trata de una herencia organizativa que el kirchnerismo legó al macrismo y que el albertismo tomó de Cambiemos: la fragmentación del circuito de decisiones económicas en varios ministerios, que hacen especialmente complicada –y en algunos casos, virtualmente imposible- la coordinación de políticas.

Ahora bien, en ausencia de un sistema medianamente racional de toma de decisiones no queda más remedio que considerar los rasgos idiosincráticos de la principal jugadora de veto dentro del Frente de Todos. Anoto muy brevemente sólo dos aspectos que agravan el presente desaguisado. 

Por un lado, con la delicadeza propia de un elefante en cristalería, la viuda de Kirchner eligió el recrudecimiento de la actual corrida cambiaria para embestir contra la Corte Suprema de Justicia. Con un poder ejecutivo que no logra dar dos pases seguidos, y un parlamento que a duras penas consigue el quórum para funcionar, no podíamos dejar a los magistrados afuera del aquelarre. La raíz del entuerto tal vez haya que buscarla en lo siguiente: del mismo modo que la familia patagónica siempre tuvo inconvenientes para distinguir las finanzas públicas de las privadas, CFK también tiene dificultades agudas para discriminar entre los problemas judiciales personales y las relaciones institucionales entre los poderes de la república.

Por otra parte, y ésta es una “cualidad” específica de Cristina (no de Néstor), la vicepresidenta profesa una visión “terraplanista” de la economía en la que teje extrañas relaciones de causalidad entre informaciones falsas e interpretaciones descaminadas de datos ciertos. Me he ocupado de este asunto en otros escritos y no quiero repetirme. Sólo diré que Ella haría bien en releer los primeros discursos presidenciales de su finado marido para encontrar una brújula que la guíe en esta tormenta.

Sea como fuere, las virtudes y los defectos de Cristina son los que son y a esta altura de su vida no la vamos a cambiar. Pero –entre otras cosas- justamente para eso están las instituciones. En cualquier partido político moderno y democrático la visión de su líder o su lideresa es un asunto de gran importancia, pero ningún decisor/a opera en solitario. Por el contrario, debe someter su visión de los problemas, sus estrategias y determinaciones al colectivo partidario, que vela por los intereses, valores y creencias de largo plazo de la formación política. A través de su línea programática el partido define así una cierta racionalidad colectiva. En otros términos: salvo en las autocracias (de Hitler a Putin, de Castro a Chávez), ninguna decisión crucial es tomada por una sola persona. Esta lógica elemental se impone inclusive en organizaciones menos complejas, como un club de fútbol: ningún dirigente responsable decide solo o satisface todos los pedidos del director técnico en materia de contrataciones. Y la razón es diáfana: los entrenadores o los dirigentes pasan, pero la institución queda.

Lamentablemente, hemos entrado en una zona de turbulencia sin un plan de vuelo coherente, con un marco institucional muy débil a la hora de regular las acciones de los principales socios oficialistas, y con los dos pilotos peleándose ferozmente en la cabina.

Por supuesto, no sé cómo sigue esta película de terror. En lo inmediato, parece difícil capear el temporal si el gobierno no reconstruye –en principio al nivel de la Jefatura de Gabinete- un nuevo eje de poder con capacidad de centralizar las principales decisiones de la crisis. 

A futuro, nos cabe reflexionar seriamente sobre la importancia estratégica y la complejidad estructural del sistema de toma de decisiones en un gobierno de coalición. Y puesto que las coaliciones llegaron para quedarse a la política argentina, al menos debemos aprender colectivamente de esta desastrosa experiencia gubernamental para no repetir los mismos errores.