La configuración del Estado Nacional Argentino tiene uno de sus principios fundamentales en la conocida división de poderes, lo cual implica la institucionalización de una separación entre el Poder Ejecutivo (Presidencia), el Legislativo (Congreso) y el Judicial (tribunales). El objetivo fundamental de esta división es producir una limitación de dichos poderes, con vistas a obturar e, incluso, imposibilitar su concentración en una única figura. Se busca que ningún cuerpo, ni individual ni colegiado, pueda ocupar el centro de la escena, por lo que el lugar del poder permanece vacío, que es también la abertura de una deliberación democrática sobre los temas de interés público.

Limitación que es concretada, en primer lugar, a través de la propia división, que acota los alcances de cada uno de esos tres poderes, lo que cada uno es competente de hacer, que es también trazar una frontera que no pueden atravesar, en tanto esas cuestiones quedarían fuera del ámbito de su competencia. Así, sólo el Congreso puede dictar leyes y si cualquiera de los otros dos poderes intentase producir una ley (sea el Ejecutivo con sus decretos, o el Judicial con sus sentencias), entonces estaría cruzando dicha frontera que de-limita a los poderes del Estado. En segundo lugar –y quizás más importante– ella es obtenida a través de una específica relación entre estos tres poderes, que implica su mutuo chequeo o control, para así balancearse unos a otros (lo que suele llamarse checks and balances). Así, si bien el Congreso es el único competente para sancionar una ley, la misma puede ser vetada (total o parcialmente) por la Presidencia, quien, por tanto, tiene un control negativo sobre lo que realiza el Legislativo. Pues el Ejecutivo no puede dictaminar qué será una nueva ley, pero está entre sus competencias decidir qué no lo será. En la misma línea, los tribunales pueden sentenciar la inconstitucionalidad de una ley, ejerciendo así un chequeo negativo de los actos de gobierno del Congreso.

Por supuesto, ésta no es la única forma de control que, en una sociedad democrática, se practica sobre esos poderes, pues éste también se ejerce sobre los individuos que ocupan cargos en el Estado (presidentes, diputados, senadores y jueces, por simplificar apenas un poco la lista). Es esto lo que se pone en juego, por ejemplo, en la potestad que el Legislativo tiene de someter a un juicio político a quien ocupe el cargo de Presidente/a. Es decir, se trata no ya de un control sobre los actos de gobierno (los decretos ejecutivos, las leyes del Congreso o las sentencias judiciales), sino sobre quienes se desempeñan temporalmente en esos cargos. Con la particularidad de que esa temporalidad es, para el Poder Judicial, de carácter vitalicio, lo cual afecta a la posibilidad de ejercer el otro modo de control sobre los individuos con roles de gobierno, propio de una sociedad democrática: aquél que es producto no de una relación horizontal, entre poderes, sino de una vertical, ejercida por la ciudadanía, es decir, del conjunto de les gobernades sobre aquelles que, en este momento, son gobernantes.

Este último modo de control se concreta, tanto para el Ejecutivo como para el Legislativo, a partir de la elección directa de quienes ocuparán dichos cargos, cada cuatro (para la Presidencia y la Cámara de Diputados) o seis años (para la Cámara de Senadores). Esa limitación en el mandato es, por supuesto, el reverso del carácter periódico de esas elecciones y, consecuentemente, del escrutinio ciudadano sobre los individuos que aspiran a ocupar (o a seguir ocupando) cargos en el Estado. Sobre este telón de fondo se pueden percibir dos de las particularidades del Poder Judicial, que lo distinguen. Por un lado, el modo indirecto de elección de sus funcionarios, en tanto no se realiza a través del voto ciudadano, sino que es tarea de representantes de esa ciudadanía. Por el otro, la no periodicidad de sus cargos, ya que éstos son vitalicios, echando por tierra toda posibilidad seria de control vertical. Por ambas vías, quienes ocupan los tribunales se distancian del escrutinio ciudadano sobre sus desempeños como hombres y mujeres de Estado. O, para decirlo de una manera más sencilla, se trata del único poder prácticamente incontrolado por la ciudadanía. Por lo que mientras que un Presidente mediocre puede no ser re-electo para el cargo, un mal juez seguirá ejerciendo uno de los poderes del Estado durante toda su vida, siempre y cuando su comportamiento no sea de tal gravedad que lleve a su enjuiciamiento y destitución (por el Consejo de la Magistratura).

Esto es, sin dudas, preocupante, y aún así la situación es más grave. Pues el Judicial es también el poder cuyos actos de gobierno tienden a escapar al control de los otros dos poderes. En efecto, ya hemos mencionado como las leyes, actos de gobierno propios del Legislativo, son pasibles de ser vetadas por el Ejecutivo o declaradas inconstitucionales por el Judicial. En la misma línea, los decretos presidenciales pueden ser también declarados inconstitucionales, así como rechazados por el Legislativo (quien, por tanto, no los convertiría en ley). Pero ¿y las sentencias judiciales? En la configuración actual de nuestro Estado, ese acto de gobierno de los tribunales sólo puede ser controlado por otra instancia del propio Poder Judicial y no por los otros dos poderes del Estado. Lógica que tiene su expresión más contundente en la Corte Suprema de Justicia de la Nación (CSJN), en tanto ella no tiene un tribunal superior que la controle –al menos no uno de carácter nacional–, ni un control de sus actos por los otros dos poderes, ni por la ciudadanía, por lo que sus decisiones adquieren el carácter de decisiones últimas, que cancelan la deliberación.

Tal el punto ciego del sistema de chequeos y balances, que lleva a que se encuentre “desbalanceado” hacia un Poder Judicial que no es suficientemente “chequeado”, pues sólo lo son sus funcionarios y de un modo horizontal. Punto ciego que genera la potencialidad, que hoy se torna realidad, de un poder del Estado descontrolado. La consecuencia no puede ser otra más que la erosión de la división de poderes. Sobre todo porque hasta para fijar las competencias de cada poder, el Judicial tiene la decisión última, por lo que puede autoadjudicarse competencias más amplias, sin que haya mucho espacio para apelar dicha autoadjudicación.

La CSJN ¿puede decidir sobre el modo de distribuir los recursos coparticipables? Es debatible, pero se trata de un debate en el cual la propia CSJN tiene la última palabra, la (casi) inapelable decisión. Descontrol que erosiona la división de poderes, al uno de ellos pretender ocupar el centro de la escena, clausurando ese lugar vacío, que es también atentar contra la institucionalidad democrática. Frente a esto, para aquellos que apostamos por la democracia, por su defensa y profundización, se nos impone la tarea no sólo de mejorar el servicio judicial –de evitarle kafkianas demoras al ciudadano de a pie–, sino también, y sobre todo, de hallar los mecanismos a través de los cuales introducir los controles que hoy faltan sobre ese Poder del Estado. Un control vertical, de los ciudadanos sobre los individuos que ocupan cargos judiciales, por el cual aquellos puedan hacer sentir su escrutinio periódico sobre éstos. Un control horizontal de sus actos de gobierno, pues la soberanía no se establece a partir de quién decide en un contexto de incertidumbre, sino a partir de quién tiene la última palabra sobre la decisión. O, si se quiere, quién logra imponer su decisión sobre la decisión del otro.