El año que se va no nació este último 1 de enero, sino la noche del 14 de noviembre del año anterior. Pero es difícil apreciarlo, en toda su dimensión, por fuera de un ciclo iniciado en la victoria de las presidenciales de 2011. En efecto, en marzo del año del 54% de Cristina Fernández, una querida colega y amiga que militaba en el PRO, camino a convertirse en Diputada Nacional tiempo después, me aseguraba: “Mauricio va a competir. La gente lo puso en ese lugar, y no es posible que se baje”. Mauricio no compitió; pero la anécdota evidencia que la decisión de hacerlo se consideró demasiado seriamente. 

El supuesto del que parto, entonces, es que en torno de ese análisis, en torno de esa decisión que no fue, nace la inédita estabilidad de la política argentina reciente. Una estabilidad que se expresa, primariamente, en una también inédita alternancia: si un frente electoral o una coalición no hace las cosas medianamente bien, se va a casa la canarinha. En su reemplazo, vienen los otros; los mismos que fueron el problema en el turno anterior, y que en este encarnan la solución (cuando no, el mal menor). Por caso, de ese segundo gobierno de Cristina Fernández, celebro medidas como la Ley de Identidad de Género o la nacionalización de YPF. Pero cierto es que los mejores momentos del FPV-PJ se miraban por el espejo retrovisor. Los problemas se apilaban, y la creatividad política parecía agotarse en cada parche. No alcanzó el punto extra del PBI que dijo gastar para que gane el modelo, y nos legó a Macri. 

Al igual que el FPV-PJ, el gobierno de Macri tuvo un mejor desempeño mientras estaba en las malas. Convengamos: sin mayoría en ninguna de las dos cámaras, el desempeño legislativo del 2016 fue casi perfecto si lo medimos en términos de ratio de proyectos presentados / proyectos aprobados. El control de la calle, y los acuerdos logrados con los movimientos sociales, también (incluida la ampliación de la AUH a monotributistas). Funcionaba la cosa, en resumen, allí donde menos se esperaba. Bastó que el gobierno se impusiera en las intermedias del 2017 con números peronistas, para que todo se fuera a pique (Reparación Histórica y Consenso Fiscal, anuncio de cambios en las metas de inflación 2018, y devaluación a la 2001). No le alcanzaron los USD M 44.000 del préstamo contranatura del FMI (mucho menos el Plan Platita post-PASO 2019, que en ese contexto era un vuelto de caramelos masticables). Ese primer gobierno que buscaría la reelección sin éxito, se fue a pique toda orquesta, heterodoxeándola sin timming ni convicción, con cepo al dólar, default de la deuda en pesos, y suba de retenciones. Ni un solo indicador económico para mostrar, que fuera mejor que en 2015. Y con muchos problemas nuevas. Valijas, y a casa, como Alemania en fase de grupos.

Algunos meses antes, a inicios de 2019, Cristina Fernández sacó el mantel de la mesa, volaron cubiertos, platos y vasos, y la rearmó como ella podía. Visita al PJ de Gioja, Tweet de mayo, y Alberto pidiéndole a Massa un café para tres (un acuerdo más simbólico, de Game Over, que de votos: era sacarle el juguete a cualquier intentona medianerista). Los socios del FDT, juraban, no volvían por volver nomás (¿A quién se le ocurriría?). Volvían para ser mejores. Lo fueron al inicio de la pandemia (es decir, en las malas, un signo de estos tiempos de estabilidad y alternancia). El 2021 se aproximaba, y con él, tres objetivos difíciles de abordar al tiempo: afrontar un segundo año de pandemia con menor esfuerzo fiscal luego de la caída de 10 puntos del PBI, acordar con el FMI, y ganar las elecciones. Guzmán hizo lo que mejor sabe hacer. No alcanzó para todo. 

La nueva magia de Cristina Fernández, entonces, consistió en hacer valer su paquete accionario en la gestión, forzando la salida de los funcionarios que no funcionan, y a la vez desmarcarse del artificio que ella misma había pergeñado. Difícil hacerlo, y al tiempo, reivindicar la genialidad de la movida de mayo de 2019. Es más fácil, dicen, hacer humor oficialista. Con poco y nada para inflar el pecho, el fuego amigo a discreción iba a la cabeza de quienes osaron, antes o durante el gobierno del FDT, mancillar la docena kirchnerista. Lo personal nunca fue más político. No se entiende, si no, el respaldo posterior al guzmanismo reloaded de Sergio Tomás. 

Sergio Tomás. Si nos asomamos al abismo en Julio, el Plan B tuvo menos margen que Luis Enrique para quedarse, y saltamos derecho al Plan M. A poco de instalarse en el 5to piso, Sergio Tomás fue elevado a las alturas de un Premier. Espejitos de colores. Los problemas del país son mayúsculos: los urgentes (léase, inflación y pobreza), y los importantes (crecimiento con inclusión). Unos y otros son efectos del gran déficit de una generación y media de dirigentes: un consenso productivo exportador con inclusión. Pero en la gestión de lo urgente, de aquello que podía llevarse puesto a cualquier gobierno, por más pericia que tuvieran sus responsables, Massa aceptó experimentar: estabilización sin devaluación. La creatividad al palo, como corresponde, en las peores. Y decíamos aquí en Agosto: es difícil transmitirlo, pero con poco, el Gobierno podía llegar a fines de diciembre (si eso ocurría, estábamos en marzo, con el ciclo electoral en marcha). Esa es otra película. Pero repetida. Como si fuera una de los Sábados de Superacción del Canal 11 (luego Telefé), esa película ya la vimos: hay partido entre las dos coaliciones que nacen de la victoria de Cristina Fernández en 2011.

La política de esta última década y algo, no sólo se caracteriza por una relativa estabilidad, y la alternancia que conlleva. Se hace, también, mínimamente previsible. En momentos de alta incertidumbre (PASO sí, PASO no; se rompe el FdT, sí o no; se rompe JxC, sí o no; Cristina candidata sí o no; Mauricio candidato sí o no), tenemos en un puño apretado, mímimas certezas. A ambos lados, la candidata será la unidad. Cualquier otra cosa es suicidio, o amague para subirse el precio. Con PASO o sin ellas, muchas precandidaturas pueden crear opciones ganadoras, que serían impensadas si la oferta inicial fuera menor. Las tendencias a radicalizarse pagan poco y mal (es más fácil construir unidades más amplias, aún en la diversidad). Las fórmulas mixtas en la oposición buscan ser un reaseguro para la fortaleza de la coalición, pero tienen costos que pueden superar los beneficios. Y la que más me gusta: no es “unidad hasta que duela”; la única unidad que cuenta, que vale, es la que duele, y mucho; e igual, se banca. 

En 2023, habrá partido. Puede ser victoria cómoda en primera vuelta, o balotaje cerrado. Nada estará dicho antes de las elecciones. Si el partido será más o menos competitivo, dependerá esencialmente de los resultados que obtenga el oficialismo en materia económica (mantener niveles de actividad y empleo, reducir la inflación, cierta pax cambiaria). Gane quien gane, el problema volverá a ser la gobernabilidad: la capacidad de producir decisiones con respaldos políticos robustos que, necesariamente, se nutren de votos a ambos lados del pasillo. 

Las derivas judiciales que la tienen a Cristina Fernández como protagonista, que han signado el último trimestre del año, no conmoverán el ciclo político que se inicia. Ella no sólo no pisará una cárcel (ni en 2023, ni nunca, me atrevo a decir). Sus niveles de adhesión, a raíz de esas mismas derivas, sólo pueden subir (en una es, sin duda alguna, la víctima; en la otra, a la luz de la evidencia presentada, las dudas son enormes). Al igual que a Mauricio Macri, la política doméstica les reserva, aún, un sitial de privilegio en sus respectivas coaliciones. Son, y serán el año próximo, dos grandes electores. Que estén en las boletas o no, constituye para mí al menos, un detalle de color.