El noveno gobierno peronista elegido en las urnas ha entrado en su último tramo. El balance es -con mucha diferencia- negativo. No solamente no ha podido resolver ni atenuar ninguno de los problemas que tenía la Argentina cuando asumió en 2019, sino que los ha agravado sustancialmente. Pero además tampoco ha resuelto la situación interna que lo venía aquejando desde antes: hegemonía de liderazgos tóxicos, ausencia de un proyecto político nacional, crisis de dirigencia, riesgo de atomizarse en partidos provinciales/municipales.

El peronismo parece encaminarse a una contundente derrota electoral ¿Habrá un décimo? Toda derrota, sea política o en otros ámbitos de la vida pone al derrotado en una situación de precariedad, en la que su existencia, su modo de ser o su plan están en riesgo. ¿Puede el peronismo desaparecer? Los editores de Diagonales me propusieron escribir una columna en la que me preguntara si los argentinos se imaginan viviendo sin peronismo.Creo que la respuesta es bastante sencilla: sí.

Si entendemos por peronismo como una identidad política fuerte, que supone un posicionamiento en un contexto altamente polarizado (la tensión con un adversario, un enemigo), vinculado a un conjunto de símbolos y tradiciones arraigado en el afecto, y prescribe actitudes y acciones determinadas, podemos afirmar que hoy se trata de un fenómeno de pequeñas minorías sobreideologizadas, esencialmente determinado por la nostalgia de un pasado remoto. El peronismo como sentido común (“yo siempre fui peronista, nunca me metí en política”) parece ser cosa del pasado.

En este sentido, el peronismo no se distingue de la suerte que han corrido las identidades fuertes en los tiempos de la modernidad líquida. Para la inmensa mayoría de los argentinos, que el peronismo se mantenga como fuerza política sustancial es algo irrelevante. La memoria de los tiempos gloriosos le es cada vez más remota. La actualización de esos recuerdos que operó el kirchnerismo se va perdiendo también. En términos electorales no excede las simpatías, cada vez más localizadas, más encapsuladas, que despierta Cristina Kirchner. El tiempo es implacable.

Pero sería un grave error reducir el peronismo a esto. Como igualmente sería limitarlo a una oferta electoral, a un partido e incluso a un movimiento, como les gusta definirse a los propios peronistas. Porque el peronismo es mucho más que eso. Y a la vez ha dejado de ser visible como tal para muchos argentinos, de modo que quizá puedan imaginarse viviendo sin peronismo pero no sin muchas cosas de su vida que son peronistas, aunque no lo sepan.

Como primera aproximación vamos a definir al peronismo como una forma de organizar la sociedad desde el Estado, que ha venido aplicándose y desarrollándose con escasas interrupciones desde que Perón asumiera la Secretaría del Trabajo, allá por 1944. El Estado como mediador, regulador y distribuidor de las interacciones sociales, principio resumido admirablemente por la consigna de Eva Perón: “donde hay una necesidad nace un derecho”. Ni los gobiernos democráticos no peronistas que asumieron desde entonces, ni los gobiernos militares que se sucedieron hasta 1983 pusieron seriamente en cuestión este modelo. En los últimos 20 años se profundizó y se generalizó, al punto de haber entrado en una grave crisis de sustentabilidad que no sabemos cómo se resolverá.

¿En qué consistía ese modelo? Se trata de una aplicación a tierras sudamericanas de una concepción política que naciera en los albores del s. XX, cuando las masas empezaron a entrar en la esfera pública y demandaron respuestas que las repúblicas parlamentarias y las monarquías constitucionales no pudieron o no supieron satisfacer. Promovía la formación de un Estado fuerte con amplia capacidad de intervención en todos los aspectos de la vida social, con el objeto de satisfacer demandas y suprimir los conflictos emergentes de sociedades complejas.

En algunos casos, como en el caso nacionalsocialismo o el comunismo soviético, la instancia de poder en ese Estado era el Partido único. El caso del fascismo era diverso. Por un lado, el régimen otorgaba representación política de los sectores relevantes de la sociedad, es decir, las corporaciones: empresarios, universidades, sindicatos, quitándosela a los partidos políticos, a quienes juzgaba como falsos representantes, integrantes de una casta. Por el otro, se veía obligado a establecer un modus vivendi con dos instituciones políticas fundamentales: la monarquía y la Iglesia.

Este fue el modelo político en el que se inspiró el peronismo, un movimiento político nacido en y concebido desde el Estado, organizador principal de la vida social a partir de su vinculación a las grandes corporaciones. La historia del corporativismo peronista es compleja y extensa, llena de vicisitudes, marchas y contramarchas. Para resumir, podemos decir que entre 1946 y 1983 las corporaciones principales que se repartieron el poder en la Argentina fueron los movimientos y partidos políticos, las Fuerzas Armadas, los sindicatos y las empresas, o el poder económico. Los dos primeros tenían capacidad para hacerse directamente con la titularidad del poder y formar gobiernos. Los otros dos apoyaron a unos u otros según conveniencia.

Uno de los objetivos del gobierno radical elegido en 1983 fue combatir esas corporaciones que se estaban apoderando de la vida del país. Al pretender enfrentar a todas a la vez, cayó derrotado. El gobierno de Menem realizó un intento similar, sacando definitivamente a las Fuerzas Armadas del pacto corporativo. Sin embargo otras corporaciones salieron fortalecidas. La crisis política, económica y social de 2001 enfrentó a la sociedad argentina al abismo de la disolución social y el caos, dispuesta a entregarse a quien garantizara orden y estabilidad.

El gobierno elegido en 2003 apenas recibió apenas el 21 % de los votos, particularidad que lo obligó a buscar el apoyo de las corporaciones para consolidarse en el poder. En su favor, encontró una sociedad con las defensas bajas. El resultado fue un nuevo pacto corporativo, más amplio, potenciado por la abundancia de recursos que provenía de la macroeconomía relativamente ordenada de los gobiernos anteriores, la capacidad productiva desarrollada a lo largo del menemismo y los espectaculares precios internacionales de las commodities.

Se produjo un festival redistributivo en el que fueron beneficiadas todas las corporaciones del pacto: empresarios, sindicatos, organizaciones sociales, administraciones públicas en los tres niveles. El gasto público creció de forma exponencial durante esos años, conforme aumentaba la asignación de los recursos del Estado en diversas formas: subsidios, contratos con el Estado, protección a determinadas áreas de la producción, incrementos salariales, planes sociales y asistencialismo de diversas formas, cargos públicos. Puede decirse que el secreto del éxito del peronismo en su versión kirchnerista es la ampliación constante de sus clientelas corporativas a través de la asignación de recursos del Estado. Ya a finales del gobierno de Néstor Kirchner se empezó a evidenciar el desbordamiento de las capacidades del Estado para sostener el gasto público. La prolongada recesión económica en la que entró en país en 2011 no hizo sino agravar las cosas. El aumento de la presión fiscal, el endeudamiento y el emisionismo ha condicionado a todos los gobiernos desde entonces, inclusive el intento por equilibrar las cuentas públicas por parte del gobierno de Cambiemos.

El último retorno del peronismo al poder -de la mano de Cristina Fernández de Kirchner y Alberto Fernández- supuso una profundización de la vieja estrategia corporativa. El gobierno elegido en 2019 se apoyaba sobre una alianza de corporaciones que se lotearon las áreas del Estado y los recursos públicos, a costa de un desempoderamiento completo del gobierno, incapaz de moverse autónomamente entre los intereses corporativos a los que tiene que servir.

Para millones de argentinos, la presencia del peronismo en sus vidas no se da como esa identidad política fuerte de la que habláramos al principio, ni tampoco como opción electoral, ni siguiera como un gobierno de determinado color. Es una presencia muchas veces no advertida, que toma forma de salario, subsidio, plan social, contrato con el Estado, protección aduanera, empleo público, pauta oficial o una jubilación por la que no hicieron aportes ¿Pueden imaginarse los argentinos viviendo sin ese peronismo, el peronismo de las cosas, no de las ideas?

El Estado está en bancarrota. El modelo peronista está agotado. El país es cada vez más pobre y más pequeño, condena a la precariedad a segmentos cada vez más grandes de sus habitantes, expulsa a sus jóvenes. En las próximas elecciones se actualiza un conflicto fundamental, la contradicción principal para millones de argentinos: una alternativa que se proponga llevar a cabo las grandes reformas que pide con urgencia la sostenibilidad del país como unidad política y el imprescindible desarrollo económico, o el cheque del Estado que reciben, o aspiran a recibir.