De la vida anterior a la pandemia parece que cada vez tenemos menos recuerdos. De pronto, nos encontramos con que la vida social es más corta, más breve. Hemos intentado recuperar la afectividad corporal en las relaciones amorosas, hemos buscado reencarnar y reencantar el mundo. A la hora de acercarnos a la experiencia política, siguen primando las redes sociales, la especulación sobre encuestas dudosas y la percepción de un mundo que ya no es el mismo. El fantasma del fin anduvo rondando. "Hace mucho frío y nadie puede descansar / El futuro no es más que un gran desierto / Las bestias nos juntamos en las calles a beber / Lo restos de lo que fue una gran ciudad", dice Fito Páez en su oscuro tema La canción de las bestias, editado en la pandemia.

El viernes 27 de noviembre de 2019, en el Museo "José Altube" de José C. Paz, organizamos la última actividad pública desde la universidad antes de la pandemia. Había sido una peña con música y lecturas, en el marco de las (Des) Veladas del MUPE (Museo Universitario Popular y Experimental). Mucha agua corrió luego bajo el puente, entre el dolor y los efectos del shock virtual que nos sacó de la presencialidad. A la vez, también nos dimos cuenta que muchos profesores no se han recuperado de la virtualidad, que no les ha hecho bien, y a la vez todavía pensamos el modo brutal en que han entrado los celulares en nuestras vidas, al poner distancias y mediaciones adicionales en los intercambios sociales.

Ya en el tiempo más reciente, imbuidos del debate por la inteligencia artificial, mientras observábamos los efectos deshumanizantes de la tecnología, un estudiante puso como ejemplo las cámaras de gas nazis y la bomba atómica yanqui, como el momento tecnológico en donde la humanidad había roto su techo y se había asomado a la autodestrucción. El exterminio masivo al alcance de la mano. Hasta el siglo XIX, decíamos, las guerras habían mantenido cierta escala humana. Los tanques, la aviación, los misiles y, en última instancia, la guerra mediante drones, jalonaron lo inhumano hasta llegar a una suerte de videojuego macabro.

En plena pandemia, nos costó hacer una crítica de la técnica dado que el shock virtual parecía el único modo de mantener vivos los vínculos afectivos, amorosos, incluso laborales. Esa escena del Zoom o el Meet en un cumpleaños, en un flirteo, podía ser salvadora, insustituible. También la esperanza de que la ciencia y la técnica volcadas a la búsqueda de la vacuna nos sustrajeran de la muerte en masa, o del asilamiento compulsivo. La contradicción es que ahí sí anhelábamos imperiosamente una solución científica.

En algún momento del 2020, mientras el mundo se debatía entre los antivacunas, las teorías conspirativas, la carestía social y el aislamiento, ciertos grupos de la ultraderecha, animados por medios de derecha que pronto se asombrarían hasta de sus propios Frankenstein, vieron en el protagonismo central del Estado un fantasma intolerable. Sucedió en España con Vox, en Brasil con Bolsonaro y aquí con los primeros movimientos opositores al gobierno peronista. Las marchas anticuarentena tomaban diferentes aspectos, algunos más violentos que otros, pero lo cierto es que en algún momento se instaló como una obsesión la propia denegación de la acción estatal. Quiérase reconocer o no, fue tanto a nivel económico como sanitario y de seguridad urbana que el Estado (en todos sus niveles), asistió integralmente a la vida social. Y la ciencia asistió, quizás como nunca, a la humanidad. Lo que ocurre es que no pudo reconocerse entonces (y ahora resulta cada vez más monstruoso admitirlo) el nivel de riesgo extremo al que estuvimos expuestos.

Hay, hoy, todavía, efectos postraumáticos en curso. Hay personas que no han vuelto a salir a la calle de la misma manera que antes. Hay niños y niñas que tuvieron Covid largo y no pudieron comer bien durante meses. Se reconfiguraron actividades y formas laborales. Hubo y hay una inflación creciente, quizás producto de la necesidad del Estado de intervenir en la economía y, a la vez, también de la imposibilidad de frenar el aumento en el precio monopólico de los alimentos. También hubo un rebote y crecimiento del empleo formal de manera constante, aunque con salarios bajos.

Los minutos, las horas dedicadas a TiktTok y a las redes creció exponencialmente. La virtualización de las finanzas y los servicios generó una alteración de 180 grados equivalente al paso de la ruralidad a la urbanidad. ¿Cuánto de todo esto afectó la subjetividad, los hábitos, las prácticas de los hombres y las mujeres en posición de ciudadanos? ¿Cómo es hoy un votante de 16 o 17 años? ¿Qué es la democracia para esta humanidad maltrecha, sobreviviente al trauma de la primera pandemia global de la historia?

Recuerdo haber asistido como primer evento público masivo, en agosto del 2021, a la Feria del Libro de Flores, que organizaban lxs compañerxs de la Casona, Tinta Limón y la Periférica. Allí conocí personalmente a muchos de les nuevos amigues virtuales de las redes sociales que la pandemia nos había regalado. Recuerdo que nos saludos con abrazos y mucho afecto, parecía que habíamos vuelto de una guerra.

Este martes 25 de julio participé de un acto público militante en el hermoso centro cultural Colibrí de La Plata, donde presentamos el documental Historia Restaurada de Diego Briata, basado en la recuperación del cuadro San Martín, Rosas, Perón de Alfredo Bettanin. Escribí la novela Fuera de serie, donde recupero la historia de Bettanin y su cuadro, desde el amor y la pasión política, y nunca imaginé algo tan lindo como reencontrarnos físicamente en un local con compañerxs para debatir política, para pensar la actualidad y los compromisos de la hora. Nos reunimos también en apoyo a la candidatura a intendente del joven Gastón Castagnetto, acompañado de una militancia juvenil que promedia los veinte y que seguramente es la sangre nueva y del futuro de esa ciudad, con tanta tradición política estudiantil. Lxs militantes del Colibrí hicieron algo potente. Imprimieron en gigante una imagen en alta resolución del cuadro, restaurado en el CCK por el excelente equipo de conservación del Ministerio de Cultura, coordinado por Mariana Valdéz. Ahora, la imagen del cuadro puede viajar a cada rincón del país y reimpulsar el debate militante. ¿Qué otra cosa hubiese deseado don Alfredo Bettanin?

El último 24 de marzo en la movilización por la memoria y los derechos humanos, y el 25 de mayo en la Plaza que pidió una vez más por Cristina, lo que importó fueron los cuerpos en las calles y el reencuentro masivo con el ritual de ser parte de un pueblo. El surgimiento de un fascismo local con tintes globales, disfrazado de liberalismo y hurtando términos del clásico anarquismo, es un fenómeno a tener en cuenta y a conjurar hoy mismo. No tanto por los votos que puedan sacar sus candidatos cualunquistas, sino por la invasión del espectro político con sus imaginerías falaces y dementoras.

Ellos son la danza de la muerte. Ellos son la canción de las bestias. Ellos son los que reprimieron a balazos a nuestros abuelos en la semana trágica, en Napalpí, en la Patagonia, en la Forestal, el 16 de junio de 1955, en los fusilamientos de José León Suárez, los desaparecidos a partir de 1975. Ellos son el antipueblo que, a 40 años de la recuperación democrática, quieren robarle el sentido al voto. Votar es participar, es ser parte de la comunidad. Abstenerse, no votar o votar en blanco es regalarle el sistema al orden y el privilegio, que esta vez, curiosamente, coincide con los antiderechos, con los dinamitadores de la vida. Cuerpo presente y voto, o aislamiento individualista. ¿Por qué será que todavía hay quienes se empeñan en cortarle las alas a la democracia?