El coronavirus, marca significante vacío y fantasma que recorre el mundo, viene dejando a su paso profundas transformaciones en el comportamiento social y en el repertorio de las respuestas políticas que intentan hacerle frente, mientras todo lo sólido se desvanece en el aire infectado ante las cifras de contagiados y el recuento diario de muertos.

Esta situación, en pleno desarrollo, de difícil comprensión y aún más difícil predicción sobre el mundo que dejará el Covid 19, en nuestra región revela una inesperada cuña entre las miradas apocalípticas predominantes en buena parte del mundo. Se trata del comienzo de una perspectiva distinta, de la experiencia histórica nunca refutada de la crisis como posible oportunidad. De retomar los temas pendientes, aún en medio de la tormenta perfecta. Otra vez, Estado y Comunidad, Neoliberalismo y sus alternativas posibles como argumentos de un debate al que nadie desde hace demasiados años sabe cómo clausurar.

Ante este panorama incierto en el que la geopolítica, la real politik y la política como herramienta de transformación, se articulan aún del modo que el virus y los poderes consolidados deciden, en nuestro país se destacan como herramientas de comprensión; incluso, como insumos para el ejercicio de la voluntad política, dos conceptos centrales, importantes siempre, en nuestro desarrollo histórico.  El primero de ellos es el sentido común, como universo explicativo de los momentos de calma y la consolidación de ciertos paradigmas epocales, pero aún más cuando las crisis lo sacuden y por sus porosidades se filtra también el virus de la desnaturalización.

El otro es la derrota, hecha carne, antes que, en la ausencia de un proyecto alternativo, en los comportamientos de los derrotados, como uno de los argumentos que mejor explican las dificultades evidentes para el cambio de pantalla.

En relación al primero de estos aspectos, se trata de un concepto por demás complejo y con variadas teorizaciones. Sin embargo, lo que nos interesa resaltar son los notables bandazos a los que asistió e intervino a lo largo de los últimos treinta años.

Los noventa, el dos mil uno, el kirchnerismo, la recaída en cambiemos y el presente con Alberto Fernández, señalan una sucesión inestable de imágenes, a las que ahora la pandemia asestó un nuevo cimbronazo, de una profundidad aún por descubrir y que ya arroja alguna de sus primeras manifestaciones.

Una de ellas es, por ejemplo, el resurgimiento de la política y los políticos como organizadores legítimos del conjunto social y sus recursos escasos, como demuestran tanto las conferencias de prensa compartidas entre Alberto Fernández, Rodriguez Larreta y Kicillof, por virtud, como los videos caseros de Patricia Bullrich en su balcón, como demostración palpable del lugar que le toca asumir a los discursos no alineados. Pero hay más.

Otro aspecto de esta crisis en el sentido común de época, consiste en la aceptación acrítica del rol preponderante de los profesionales médicos como portadores de un discurso legítimo, sobre el correcto o incorrecto desenvolvimiento del comportamiento social, como no sucedía desde los tiempos del positivismo envalentonado. O también, la apelación mayoritaria al Estado como garante último del bienestar general, tras la breve odisea del emprendedorismo cambiemita y su mirada ascensional. O el notable acatamiento al encierro social obligatorio a pocos meses de una elección en la que, tras cuatro años de ajuste y endeudamiento continuado, el representante de todos los desmanejos públicos cosechó un cuarenta por ciento de los votos.

Por último, la aparición descarnada de la grieta social como problemática social. La reaparición de una sensibilidad que en nuestra historia reciente encuentra ecos breves pero significativos y de la cual el aval masivo hacia el genérico “impuesto a los ricos” es uno de sus efectos más visibles.

Lo que estos aspectos demuestran en conjunto no es la ficcional unidad absoluta de criterios por supuesto, mucho menos la consolidación de un nuevo sentido común, como dijimos ya de por sí notablemente inestable en nuestro país. Lo que se destaca, en cambio, a pesar de tratarse de un terreno cenagoso, es la existencia de una cierta coherencia de conjunto.

¿Se trata de la oportunidad de avanzar? ¿Hacia dónde? ¿Con qué?

Desde la perspectiva que elige ver una oportunidad en la pandemia, aún desde los márgenes, pero cada vez con mayor fuerza, reaparecen en el mundo del activismo social y político algunas de las propuestas que vienen madurando con mayor o menor lugar desde hace años.

Algunas de estas propuestas ponen el eje en un retorno hacia algunas de las formas posibles de desarrollismo, otras en la exigencia del ingreso universal, o en la búsqueda de reconocimiento para los trabajos de cuidado, o también la revalorización de descentralizar el país, relocalizando empresas, organismos públicos o familias, y están también, los que ubican el centro de su argumentación en la necesidad de la planificación urbana o la urbanización de barrios humildes.

Las propuestas continúan, y se multiplican como sus representantes, pero tan llamativa como su riqueza, resulta también la verificación de su dispersión. De la heterogeneidad social política y geográfica no saldada que estas propuestas y protagonistas escenifican; así como su contracara evidente, la ausencia de un proyecto que las articule, ante tanta fragmentación o la ausencia, hasta el momento, de un discurso político que les de forma y los convoque a conquistarlo. Es decir, una estrategia a la que la sociedad se sienta convocada.

En esta fragmentación, desarticulación y falta de reconocimiento en el otro, como determinante de una imposibilidad política, es en donde encuentra su lugar el segundo de los conceptos a destacar para seguir en su desarrollo, la derrota, como un fenómeno de larga data, y escenario de fondo que sólo encuentra su relativización en diciembre de 2001, pero a la cual todavía no se ha terminado de enterrar.

Una Nación para el desierto argentino, aquel clásico de la historiografía argentina, parece dar cuenta como ningún otro de la medida de la empresa que se abre por delante, tanto como del lugar árido desde el que debe partir. Sin embargo, no se trata de una encrucijada nueva, la sociedad argentina y sus organizaciones populares, pueden dar cuenta de momentos similares de los cuales supo salir bien parada y constituyen referencias, o faros que desmienten la imagen de la ausencia absoluta que el desierto sugiere.

Una de ellas es diciembre de 2001, cuando luego de un largo proceso de luchas importantes pero fragmentarias, hizo su aparición aluvional, un nuevo sujeto social, compuesto por jóvenes, trabajadores y trabajadoras desocupados, precarios y formales que dieron el final que merecía a la sucesión de proyectos ajustadores, aunque desentendiéndose del Estado como herramienta de transformación y sin poder -por otro lado-, sostener con unidad y estrategia aquel colectivo político y social, ni un proyecto aglutinador.

El otro, es el Kirchnerismo como experiencia política exitosa en rearticular aquella unidad breve del período de mayor beligerancia social desde arriba, darle una identidad política y medidas reparadoras, pero sin poder romper con la pobreza estructural ni con la fragmentación y heterogeneización creciente del mundo del trabajo y sobre todo de sus protagonistas, lo que terminó por cerrar el camino a cualquier forma de fraternidad social, abrir el camino a la recaída en las promesas del individualismo como motor del bienestar y finalmente cerrar durante un período la posibilidad de cuestionamiento a las actuales condiciones de reproducción social.

En estos meses, bajo el formato de un gobierno que decidió centrar sus esfuerzos en los más humildes, la bomba del empobrecimiento social avanza contenida, pero sin detener su cuenta regresiva, al mismo tiempo que todos los argumentos pretéritos sobre correlaciones de fuerzas comienzan a sentir su destino de museo.

*Sociólogo por la UBA, autor de Giubileo, el retrato del olvido y El aguante, historias de militancia de los noventa. Twitter: @mcambiaggi