El día en que se iba a realizar finalmente en el Senado la votación de la Ley 27610 de interrupción voluntaria del embarazo, estaba viendo un programa de televisión que tenía móviles en vivo en los que entrevistaban a manifestantes del lado verde y del lado celeste. Los conductores del programa insistían mucho en que era necesario escuchar las razones de las dos posiciones que estaban en pugna y que pretendían el rechazo o la aprobación del proyecto de ley. Uno podría suponer que esa forma de equiparar la escucha de dos perspectivas opuestas es lo más cercano a la realización de cierta idea de justicia, en el sentido de la neutralidad con la que nos acercamos a dos tesis para poder juzgar, en todo caso, cuál de ellas nos parece más razonable o preferible. Sin embargo, ese modo de presentar la oposición como si se tratara de un conjunto de razones A, contra un conjunto de razones B tiende a aplanar la densidad histórica de lo que está en pugna. Como si una temporalidad casi ausente, sencilla y pareja, fuera el telón de fondo más adecuado para sopesar las ventajas y desventajas de lo que allí se juega.

Lo que queda oculto tras esa forma pretendidamente neutral de exponer las contraposiciones es que había en una de ellas la intención de conservar la situación existente y en la otra, la tentativa de transformarla. Ese desequilibrio es primordial. Pensemos en el caso a partir del cual estamos hablando. Quienes se oponían a la aprobación de la ley, pretendían la continuidad de una situación en la que una gran cantidad de fenómenos encontraban una trabazón relativamente estable: una concepción de la sexualidad, de la maternidad, de lo que se puede hacer público y lo que hay que saber callar, de solidaridades subterráneas, hipocresías y muertes. Hay una fuerza propia de las costumbres que nos constituyen y se encuentran más acá de las razones que podemos esgrimir para defenderlas. Separar los motivos por los que puede parecernos mejor que determinada situación continúe de la misma manera, del hecho mismo de continuar reproduciendo esa situación, es mucho más complejo de lo que puede parecer a primera vista. La posición conservadora siempre cuenta con el peso de la sedimentación de las prácticas y los supuestos que las organizan, de tal manera que no necesita prácticamente argumentos para sostenerla y cuando se esgrimen se presentan como obviedades que ni siquiera habría que haber puesto sobre la mesa de discusión. La inercia de los hábitos se sustenta a sí misma: “las cosas son así” y el hecho mismo de que esa sea la realidad imperante les otorga autoridad, en algún sentido “funcionan”, aunque esa sea una manera de referirse a una forma de injusticia naturalizada. Ese mismo peso de los hábitos es el que lleva a quienes pretenden realizar cambios a tener que justificar con creces los motivos que hacen preferibles las transformaciones que motorizan. El desequilibro es evidente: no tenemos dos posiciones enfrentadas en igualdad de condiciones, sino la imposición de una repetición que enlaza diferentes estratos de hábitos y prácticas por un lado y, por otro, una propuesta de transformación que se entiende como tal contra el fondo de habitualidad que pretende modificar.

En nosotros habitan fibras conservadoras, destructoras y creadoras, deseos de repetición que se cruzan con el despunte de gérmenes de lo nuevo. Algo muy similar sucede a nivel comunitario, incluyendo distintas velocidades de digestión o de adaptación a determinadas transformaciones. En algunos casos subyace una cierta filosofía de la historia: puede tratarse de una visión progresista en la que los cambios son bienvenidos y leídos mayoritariamente como un avance o una mejora, así como puede primar una cierta visión decadentista en la que toda innovación implica un desvío, un declive o un debilitamiento respecto a añorados tiempos pasados. En todo caso, solemos asignar mayoritariamente a las transformaciones tecnológicas la primera grilla de lectura y a las morales la segunda. La ingenuidad con la que interpretamos casi todas las modificaciones técnicas en términos de “mejora” o “avance”, de alguna manera se complementa con la cautela con la que se contemplan formas de valorar en las que no nos reconocemos. Y si parece que estamos dispuestos a aprender y adaptarnos a nuevos dispositivos de comunicación y producción, así como a cierto ritmo vertiginoso en las modas, aún más se hace necesario mantener ciertos mojones morales para no quedar absolutamente desorientados. En ocasiones somos conservadores por el vértigo de ciertos cambios, en ciertos casos no podemos revisar por ejemplo las interpretaciones que tenemos naturalizadas sobre el mundo de la técnica. Muchas veces la pregunta no es por la conveniencia o la bondad de la norma que se quiere conservar o transformar, sino por nuestra capacidad para crear nuevas orientaciones, quedar un poco huérfanos de algunas que nos constituyen y también por la potencia para resistirnos a cualquier tipo de adaptación que se nos demande.

Friedrich Nietzsche da cuenta de una cierta combinación necesaria entre fuerzas conservadoras y creadoras en el seno de una comunidad. Un pueblo fuerte y duradero que mantiene una fe común, tiene un sentido de unidad que lo hace permanecer con esa identidad y en el largo plazo embrutecer, si no fuera por algunos individuos que degeneran respecto del tipo y pueden abrir espacio para una innovación o un cambio. “Es de los individuos disolutos, más inseguros y moralmente más débiles de quienes en tales comunidades depende el progreso espiritual: son los hombres que intentan cosas nuevas y, en general, múltiples”. Mientras que los fuertes mantienen el tipo, los débiles desarrollan un cambio en el promedio. Son necesarios los dos aspectos, el gregario conservador de la tradición y el individuo que experimenta lo nuevo, sólo así la comunidad puede crear. En otras ocasiones, las transformaciones son producto de la fortaleza y el querer conservar las costumbres no es sino un síntoma de debilidad. No hay reglas fijas en ningún caso, es cuestión de saber afinar la nariz.

Pensemos por ejemplo en las resistencias y entusiasmos que ha generado el uso del denominado “lenguaje inclusivo”. El caso es más que interesante porque el lenguaje está en permanente transformación: se crean palabras, modismos, tonos y sentidos que siempre exceden los previos mientras otros pasan paulatinamente al olvido, pero a la vez el lenguaje tiene una estructura profundamente conservadora que puede extenderse prácticamente inalterada durante siglos. Muchas personas han encontrado en el ataque o en la burla al uso del lenguaje inclusivo, independientemente del razonamiento que esgriman para ello, más que una preocupación por el lenguaje mismo, una forma en la que se reafirma una posición moral, un orden axiológico del que se presentan como defensores. Con una lógica no tan ajena, algunas de las personas que abogan por el uso del lenguaje inclusivo, encuentran en él una forma de identificar a quienes comparten un ideario ético y político común, una suerte de contraseña que indica la voluntad de transformaciones más profundas.

Entre las preconcepciones sobre el tiempo y la historia que sostienen los relatos sobre lo que somos, lo que fuimos y lo que podemos llegar a ser, encontramos también la del tiempo adecuado para los cambios. Como si hubiera una corriente propia de los acontecimientos que debiera respetarse, se insta a esperar al momento adecuado para que una transformación se realice. No me interesa negar que efectivamente haya un tiempo adecuado para determinados cambios, pero sí poner en tela de juicio que exista una preconfiguración de esa temporalidad. En algunas ocasiones se trata de crear el tiempo adecuado para dar a luz transformaciones latentes o impensadas. Y esto no es válido solamente para los grandes sucesos políticos, se juega cada vez en los pequeños actos de los que formamos parte sin detenernos a pensar en ellos, mientras van tejiendo el entramado que denominamos “vida”.

Por ello, en lugar de pensar si hay una de estas dos posiciones extremas, la conservadora o la transgresora, que sea intrínsecamente preferible a la otra, quizás debamos aprender a juzgar generosamente cada vez qué es lo que se juega en la repetición y en la transformación. Es necesario evitar devenir defensores de lo caduco, ancianos temerosos y resentidos parapetados ante la fuerza de la vida; es menester saber preguntarle a aquello que queremos defender y no defenderlo porque ya no queremos preguntar. Lo mismo cabe para quienes miran con desconfianza a toda tradición, como si se tratara en sí misma de una cáscara vacía. En ocasiones lo que se presenta como nuevo y ultimísimo está mucho más vacío que lo que esas tradiciones aún portan y lo nuevo es la sensibilidad que tenemos que desplegar para poder apreciarlas. La cuestión entonces no es sí o no a lo nuevo, sí o no a lo ya conocido. Se impone un tratamiento un poco más delicado y complejo: ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Con quiénes?

La pregunta por el cómo nos permite salir de las generalizaciones complacientes y pone en evidencia que más allá de apologías y rechazos, la modalidad, los usos, las disposiciones, los detalles de habitabilidad hacen a la posibilidad o no de un mundo. El cuándo no es un simple indicador del día o el año en el que una transformación se puede o debe realizar, sino una pregunta que hace a la modificación de las concepciones que tenemos sobre la temporalidad, sobre el peso del ahora, la modificación de lo pasado y la apertura de un porvenir. “Con quiénes” es, por último, la interrogación por la comunidad que cualquier tipo de transformación o conservación de normas o costumbres, permite destituir o articular. Y en muchas ocasiones resistimos o apoyamos determinados cambios como un modo de evitar un cierto tipo de soledad.

*Profesor de Filosofía (UBA – UNSAM). Twitter: @TallerFilosofia