Vivir en pandemia es, en parte, lidiar con el espectro de la muerte: naturalizarla, negarla, temerle, olvidarse, obsesionarse. Lo cierto es que el límite entre lo real y lo imaginario, entre la pesadilla y el despertar, se ha vuelto un tanto difuso, toda vez que advertimos que la vida cotidiana está afectada y sin solución de continuidad. Me pregunto, entonces: ¿qué soñamos en pandemia?, y particularmente, ¿qué sentidos les atribuimos a la muerte, en una época de duelos, pero al mismo tiempo en una cultura que busca dosificarlos?

Esta tarde escuché a Jorge Luis Borges hablar sobre los sueños y las pesadillas. El escritor argentino argumentaba que los sueños son las más antiguas invenciones creativas que acompañan a la especie humana. Según él, las/os poetas y las/los artistas, al igual que los niños/as, piensan y actúan sin poder delimitar el mundo de los sueños y las fantasías, del mundo real. Esta confusión, que atenta contra la vida decididamente racional y desencantada que reproduce la modernidad, es un portal hacia mundos y futuros posibles. En efecto, los sueños -decía Borges- son verdaderas composiciones artísticas, que nos encuentran activos y contemplativos de forma simultánea. En el escenario de los sueños, los hechos ocurren de forma no necesariamente secuencial ni tampoco obedecen una ilación lógico-racional. Sin embargo, y para curiosidad nuestra, conservan un sentido profundo de autenticidad, cuyo mensaje revelador buscamos comprender al despertar.

 También creo, como Borges, que los sueños son “operaciones del alma”, o en jerga psicoanalítica: “operaciones de la mente”. Es así que, librada de la carga del cuerpo, la mente juega su partida libremente. Es decir, los sueños actúan cada noche con relativa independencia de nuestra voluntad (como si fuéramos un accidente), haciéndonos un poco más libres y eternos. Su relación con el tiempo es bidireccional, ya que recuerdan una pequeña porción del pasado y anticipan una pequeña porción del futuro.

Por supuesto que no todos los sueños poseen las mismas características ni la misma complejidad. En efecto, somos nosotros mismos quienes -en la vigilia- sobreinterpretamos los sueños para volverlos inteligibles y significativos. Como si fuera necesario desenmascarar un engaño, buscamos que algunos sueños extremadamente simples tengan sentido. Entonces, nuestra máquina de significar se pone en marcha para que toda una compilación de imágenes errabundas se reordene caprichosamentey no nos digan nada nuevo. Otros sueños, en cambio, despliegan escenas densamente significativas, pobladas de mensajes reveladores.

Ahora bien, si quien sueña busca ordenar y dar sentido a los sueños, a sus temas y a sus mensajes, le será más difícil hacerlo con las pesadillas, porque, como sostiene Borges, lo que destaca en ellas es el “sabor”, es decir, la sensación que dejan en el cuerpo al soñarlas, como aquella que más lo perturbaba: en la que un sujeto se mostraba con una máscara (muchas veces, él mismo). El temor a las máscaras es porque encubren algo aterrador: el verdadero rostro de las personas. Si el COVID-19 mostró una máscara horrorosa, persiste el miedo de que el monstruo no haya revelado su verdadera y más aterradora cara.

Sin embargo, algo curioso ocurre en la actualidad: el miedo a la muerte no es tan intenso como cuando el mundo parecía ser más vital, fantasioso e imaginario que este. Si la realidad actual supera a la más fea pesadilla, debo decir que he tenido pocas o ninguna en todo este período. ¿Será que cuando las cosas van realmente mal, cuando parece triunfar el desencantamiento y el nihilismo, algo nos empuja vivir sin el fantasma de la muerte?

Poco tiempo antes que se desplomara el mundo que todos conocíamos, tuve un sueño ligado a ella, que lejos de dejarme resignado, estaba cargado de un mensaje potentemente vital. Soñé que estaba sentado en la mesa, en la cocina de la casa de mi infancia. Alrededor de ella, estaban sentados mi viejo, mi hermano y mi fallecido abuelo paterno.

En este sueño, mi abuelo estaba sentado en la punta de la mesa, un poco dándome el perfil lateral o la espalda. Mientras soñaba ese sueño (recuerdo), era consciente de que su silueta no era parte del mundo de los mortales; y sin embargo estábamos allí, siendo parte de una misma situación. Estábamos juntos, y a la vez, separados. Yo no podía ver con claridad su rostro, ya que él estaba (o parecía estar) muy concentrado mirando la televisión. Sin querer interrumpirlo, pero ansioso por hacerlo, como quien tiene sentado en la mesa a un sabio, no pude más que preguntarle con urgencia cómo era “estar en el más allá”. Ante la insistencia de la pregunta, mi abuelo contestó, un poco enojado conmigo, pero no lo suficiente para que yo me asustara: “no te preocupes, Hernán. No es nada del otro mundo. Hacé cosas útiles, vos que ahora podés. Y viví para que la muerte te encuentre”. El sueño se desvaneció y yo desperté con lágrimas en los ojos y la piel erizada.  Casi las mismas que siento al derramar estas palabras.

He soñado muchas veces con la muerte, sintiendo emociones encontradas al despertar. Las imágenes de los ausentes, conforme fueron pasando los años, se volvieron cada vez más deslucidas, a pesar de mis esfuerzos de pigmentación. Reflexiono, con ayuda de Roland Barthes, si la muerte más dolorosa no es la que desluce nuestros recuerdos.

Tomé muy enserio ese mensaje que me dejó el abuelo (o que yo quise decirme a mí mismo), y para suerte mía, las palabras se transformaron primero en pasiones tristes y duelos, y luego en intuiciones, señales, deseos y decisiones. La creencia en la palabra de un ausente pudo más que rigurosos conocimientos sobre los mecanismos sociológicos de los comportamientos humanos.

Si, como sostiene el filósofo Byung-Chul Han, en la época actual la información desbanca a la narración, en tanto capacidad de construir relatos cargados de sentido, me pregunto si los sueños serán capaces de darnos pistas para imaginar futuros, en una época tan replegada a un presente doloroso como la que impone la crisis sanitaria.

Para saber cuál es el “sabor” que la pandemia ha dejado en nuestros cuerpos y subjetividades, primero habría que despertar. Pero, ¿cuándo podremos hacerlo?

Mientras concluyo estas líneas, me interrogo cuánta gente –en pandemia- guiada por los mensajes cifrados del mundo onírico, ha decidido darle rienda suelta al presunto disparate de los sueños y patear el tablero de su vida.

*Sociólogo. Doctor en Ciencias Sociales, docente en la Universidad Nacional de La Plata