Por estos días recordé dos juegos infantiles que solían tener lugar en los recreos de la escuela primaria municipal a la que asistí entre 1976 y 1983: “el quemado” y “el aire es libre”. En mi memoria, pocas cosas distan tanto de la tierna ingenuidad de las “blancas palomitas” usualmente proyectada por conciencias paternalistas sobre los juegos de infancia. El quemado consistía en intentar “fusilar”, en equipo y con una pelota bien pesada arrojada violentamente al cuerpo de los adversarios, a los blancos móviles que se desplazaban a toda velocidad en el campo contrario. El chiste del segundo “juego” consistía, por el contrario, precisamente en evitar el contacto de los cuerpos. El victimario, que ya no actuaba en nombre de un equipo sino por “propia iniciativa”, realizaba incesantes y agitados movimientos en torno a su víctima durante todo el recreo, esforzándose por ocupar el espacio a su alrededor hasta anular toda posibilidad de acción, al tiempo que repetía como un mantra “el aire es libre”. Con esta invocación de la libertad, a la que el quemado había renunciado, la picardía privatista devenía particularmente siniestra. Apelando a la soberanía individual de cada uno, el ejecutor dejaba sin tocar el cuerpo de la víctima y llamaba libertad a su propio avance irrestricto sobre el aire que la rodeaba, acosándola sin pausa hasta que entrara en estado de desesperación. Si el quemado enseñaba a liquidar compañeros con eficacia, “el aire es libre” instruía a los ejecutores a ejercer el abuso en nombre de su libertad y del resguardo de iniciativas privadas. Y, a las víctimas, nos enseñaba a aprender a soportar esa peculiar libertad de los acosadores, como si fuera natural e irrecusable. Poco después las privatizaciones menemistas y las luchas colectivas frente a ellas nos confirmaron que aquella libertad “distanciada” era una de las formas de perpetuación de la violencia a la que accedían quienes no jugaban al quemado, y a la que las víctimas no teníamos por qué acomodarnos.

El neoliberalismo dictatorial de Martínez de Hoz y de Videla, el multicultural de Menem y el sacrificial-punitivo que promovió el último gobierno no son iguales. Análogamente, limita su potencia comprensiva un tipo de análisis que sólo viera una misma lógica monolítica operando en las políticas privatizadoras de la “dama de hierro”, en la ficción Gates/Benetton de un capitalismo sin fronteras y “libre de fricción”, y en la construcción de un muro frente a México por parte de la administración Trump. Sin embargo, en tanto ideologías, todos los neoliberalismos tienen que compensar imaginariamente a la mayoría de los individuos por la experiencia de expropiación a la que cotidianamente se ven sometidos con la desregulación del mercado financiero, la flexibilización del trabajo y el increíble aumento de la desigualdad forzadas por la recomposición del capitalismo desde la década de 1970. Si la promesa de desplazamiento ilimitado y la utopía progresista de una reconciliación cultural global dieron cuerpo a uno de esos modos de compensación durante los años noventa, la promesa conservadora de restauración de un “orden” en el que se restituyeran las jerarquías “naturales” y las personas pudieran volver a reconocer -a pesar de la crisis económica y la incertidumbre constantes- su lugar de superioridad frente a las y los eternos subalternos, fue clave en la seducción que la “revolución cultural” auspiciada por Cambiemos generó en gran parte de la población.

Comparados con aquellos, quienes hoy denuncian toda una serie de expropiaciones de las que se sienten objeto, pero que en ningún caso apuntan contra la estructura económica que garantiza a nivel global la reproducción ampliada de la desigualdad y la precarización de la vida, son menos utópicos, pero también menos conservadores. Despobladas de imágenes de futuro, sus manifestaciones parecen querer exhibir menos una voluntad de conservar que una capacidad para destruir -incluso a sí mismos- que, según diversas autoras y autores caracteriza los gestos de los líderes libertarianos, simultáneamente neoliberales y neoautoritarios, del presente. En esos gestos la idea de que la libertad -como el aire- es libre, despliega toda su furia destructiva, en una especie de “síntesis superadora” con el quemado. El contexto actual favorece su proliferación. La “revolución cultural” ya no es promovida desde la casa de gobierno, y la pandemia refuerza una sensación de claustrofobia que le preexistía, y que por cierto no es azarosa en un capitalismo “realista” al que cada vez se le hace menos imaginable una vida buena para ofrecer como horizonte dorado. En esas condiciones, los viejos conservadores devienen rebeldes. Se auto-perciben como víctimas y se rebelan contra la autoridad como último recurso para evitar la impotencia generada por un mundo que ellos crearon y que resulta cada vez más inhabitable. Pero que no están aún dispuestos a trascender.

*Doctora en Ciencias Sociales, Profesora de la Universidad de Buenos Aires, Investigadora del CONICET e integrante del Grupo de Estudios sobre Ideología y Democracia (GESID) en el Instituto de investigaciones Gino Germani - UBA