Por un lado, la tendencia de cambio principal afecta la relación entre el trabajo y el capital, afectando derechos laborales y sociales, colectivos e individuales históricamente conquistados por la lucha sindical.

El resultado es el deterioro salarial promedio, agravado con la situación de irregularidad en el empleo, en la que hoy revista un tercio de la fuerza laboral.

Menores salarios y peores condiciones de empleo remiten a un empobrecimiento de la población que vive de la venta de su fuerza de trabajo. Es más, si antes, acceder al trabajo era forma de salir de la pobreza, la realidad desde estos cambios es que no alcanza con tener ingresos salariales para salir de la zona de la pobreza.

La permanente búsqueda de reaccionarias reformas laborales, tales como la inscripta en el acuerdo con el FMI del 2018 remiten a esta tendencia para disminuir el costo laboral, mejorar la rentabilidad del capital en tiempos de crisis capitalista y profundiza la tendencia a la pauperización de las trabajadoras y los trabajadores.

Por otro lado, la reforma estatal en despliegue desde 1975 y acelerada en los 90 del siglo pasado, supuso el cambio de función del Estado. No menos estado como se dice, sino mutación de sus objetivos y herramientas. De un Estado orientado a resolver derechos a la educación o la salud, se pasa un Estado promotor de la mercantilización de la educación o la salud, entre otras cuestiones.

Las privatizaciones y desregulaciones son la muestra del cambio de función estatal, desde un Estado que interviene de manera directa en la producción a propiciar el estímulo al capital privado, especialmente el externo, explicitado claramente en tiempo de la dictadura genocida, la década del noventa y más recientemente entre 2015-19.

Estos cambios en el Estado se manifiestan en el presupuesto público y en las asignaciones socio económicas, es más, la generalización de la pobreza transformó las focalizadas políticas sociales en masivas intervenciones para contener la tendencia del empobrecimiento generalizado, al punto que la UCA señaló  que la pobreza es del 44,2% gracias a la intervención de las políticas sociales, ya que si no el índice de la pobreza alcanzaría al 53%.

Finalmente, la mutación de la inserción internacional de la Argentina, asumida desde 1975/76, de manera subordinada en la lógica liberalizadora impuesta por el régimen del capital, devino a la necesidad de reducir costos locales para ganar competitividad internacional.

El problema es que, en simultáneo, el país acrecentó su endeudamiento, dedicando cada vez más recursos públicos para cancelar una deuda que progresivamente se fue estatizando. La deuda disputa recursos fiscales que podrían destinarse a satisfacer necesidades sociales, tales como educación o salud, entre otras.

La subordinación a la lógica internacional de la liberalización promovió el empobrecimiento de la población y el saqueo de bienes comunes esenciales asociados a la diversidad de recursos primarios existentes en el país.

Como vemos, el modelo productivo emergente en los 75/76 transformó esencialmente a la economía (la producción y circulación), al Estado y a la sociedad. La pobreza creciente es el resultado y por ende, no solo no se puede bajar, sino que estas condiciones de funcionamiento aseguran la permanencia estructural del fenómeno de la pobreza.

Si se pretende bajar o eliminar la pobreza en la Argentina debe modificarse el modelo productivo en una perspectiva de des-mercantilización de los derechos, caso de la educación y la salud, de la energía o las finanzas.

Claro que ello supone encarar decididamente en contra y más allá del orden capitalista, lo que requiere de una disposición y voluntad política mayoritaria que hoy está alejada de las fuerzas políticas que disputan el gobierno en la Argentina.

Terminar con la pobreza supone cambiar el modelo de agro negocio de exportación dominado por las grandes transnacionales de la alimentación y la biotecnología; abandonar los cambios hacia la mega minería a cielo abierto o la apertura vía fracking a las petroleras globales; o finalizar con la lógica de armaduría subordinada a las principales empresas productivas del mundo; sin perjuicio de abandonar la lógica especulativa que presiden las finanzas locales desde la sanción de la actual ley de entidades financieras desde tiempos de la genocida dictadura.

La Argentina no puede bajar la pobreza porque su consolidación es parte de la lógica que favorece la ganancia y la acumulación de capitales del sector hegemónico asociado al poder local transnacionalizado, con valorización mundial como objetivo explícito, sin interés en la mejora de la situación de la población local, más allá de intentos loables que intentan ciertas mejoras sin sustanciar cuestiones esenciales que disminuyan o eliminen la pobreza y la indigencia.

*Doctor en Ciencias Sociales de la UBA. Profesor titular Economía Política, Universidad Nacional de Rosario. Integra la Junta Directiva de la Sociedad Latinoamericana de Economía Política y Pensamiento Criticó, SEPLA. Twitter: @Jcgambina