En los primeros meses del 2021, en sintonía con las negociaciones con el FMI, se observó un brutal ajuste fiscal respecto del año anterior y de 2019. Los recortes presupuestarios apuntaron a los programas sociales, jubilaciones/pensiones, salarios públicos y transferencias a las provincias. El “gasto” fue de $581.500 -1,5 PBI- y en el “haber” se facturaron $590.000 millones redundando en $8.500 millones de superávit. Además, en este contexto el gobierno nacional pagó $ 400.000 millones por intereses de Leliq y Pases, y unos US$ 1.250 millones a organismos multilaterales.

La combinación de flexibilización laboral y ajuste fiscal en un cuadro de crisis económica preexistente y de la segunda ola de Covid-19 implicó un golpe a las trabajadoras/es ocupados y desocupados del país. Según datos de SIPA (03/2021) en abril/mayo del 2020 más de 600.000 mil trabajadores/as privados formales fueron suspendidos y en febrero de 2021 continuaban más de 167.000 en esa condición. Los despidos en el sector privado formal en el mismo período alcanzaron a 155.000 trabajadoras/es. No obstante, esta información oficial no contiene los cientos de miles de despidos y suspensiones de la economía informal.

Un informe de Marticorena y D’Urso (Ceil-Conicet, 11/2020) sostiene que iniciado el ASPO a fines de marzo del 2020 las trabajadoras/es comenzaron a denunciar despidos, suspensiones, reducciones de salarios, incumplimiento y limitaciones de las medidas de seguridad e higiene estipuladas en los protocolos sanitarios sectoriales, ello a pesar de que el Estado decretó la prohibición de los despidos y las suspensiones. Los sectores más afectados fueron la construcción, comercio, hotelería y restaurantes, transporte y comunicaciones, etc. Este impacto social tuvo su cobertura legal en el acuerdo entre la UIA y la CGT (abril, 2020) con la intervención del Estado para compensar pérdidas y/o sostener ganancias en las empresas y pymes con los programas de subsidios (ATP-Repro), y los IFE para los sectores más pobres.

Hace algunas semanas, Martín Guzmán aseguró que la inflación bajaría y que los sindicatos negociaban de “modo razonable y alineados” con los objetivos económicos del Estado. En esa premisa, la CGT pactó con las cámaras empresarias y el gobierno nacional una suba del salario mínimo vital y móvil del 35% (mayo -$24.408- y en noviembre $28.080), porcentaje que sería la referencia para las paritarias. Este dato adquiere significación con los $61.000 de la canasta básica total (Indec) para 4 personas, y los 15 millones de personas que están en la pobreza (incluidos los 3 millones en indigencia).

Una creciente insubordinación

Las centrales y la mayoría de las direcciones sindicales se adaptaron a ese porcentaje de referencia que, en el dibujo del presupuesto nacional, implicaba una recuperación del salario real de 6 puntos en el supuesto de que la inflación sería de un 29 %. Una estimación desmentida por la realidad (hasta abril, la inflación interanual se ubicó en 46.3%) y por los informes del BCRA que estiman 50% para 2021. La subordinación sindical implicó un deterioro significativo del salario real, y las condiciones de trabajo e higiene (central por pandemia) de los trabajadores/as. Una muestra de ello fueron los acuerdos paritarios de la mayoría de las direcciones sindicales: en comercio se obtuvo un 32% (4 cuotas), UOM un 32,5% (3 cuotas), Bancaria un 29% (y actualización salarial del 2,1 en 2020), docentes nacionales un 34,6 (3 cuotas); Luz y Fuerza 29,5 (5 cuotas); empleados estatales nacionales UPCN y ATE un 35% (6 cuotas); UTA un 28,6 % (2 cuotas y un bono de $30.000), etc.

Sin embargo, en este período se desplegó una política sindical opuesta en las bases trabajadoras, seccionales y direcciones sindicales de algunos sindicatos como SUTNA, Ademys, UTA, UATRE, la Federación de Obreros y Empleados Vitivinícolas y Afines, ATE Neuquén, Comercio, UTE; siendo este proceso más profundo y extenso en algunos sindicatos. La “novedad” refiere al surgimiento de agrupamientos de trabajadoras/es organizados que se enfrentaron a los acuerdos firmados por sus direcciones sindicales, que salen a luchar por aumento salarial, condiciones de trabajo e higiene (protocolos y vacunas por pandemia) desarrollando métodos de luchas históricos de la clase trabajadora argentina (piquetes, movilizaciones, huelgas, asambleas incluso autoconvocadas). Lo que revela movimientos incipientes en los cuales se reactualizan tradiciones de la clase obrera argentina de un modelo sindical combativo, antiburocrático y clasista en gremios donde regía la normalidad y la disciplina. Cuando las condiciones en pandemia se agudizan, esta contratendencia parecería ser la que empieza a despuntar y sacudir la situación política.

*Politólogo y Sociólogo (UBA). Doctor en Ciencias Sociales (UBA). Docente e investigador en UBA y JVG.