Pisar Europa por primera vez a los treinta y tres años puede tener muchas causas o azares. En mi caso particular, la vida me regalaba la paternidad y mi mujer una segunda patria Portugal. Ella había nacido 29 años antes en Lisboa, la misma ciudad donde meses más tarde nacería mi primogénito, Lorenzo.

Es por esa misma razón que no es lo mismo conocer el viejo continente con el objetivo de formar una familia. Lisboa no es Buenos Aires, eso está claro. De la ciudad de la furia a la capital lusa hay, además de los kilómetros, varias características que las separan pero no vamos a describir a la Reina del Plata aquí.

Lisboa no está loca, no es furia, no corre ni grita. En Lisboa el rock es para quien lo busca y la rebeldía es hasta cortés. Los autos no duermen en estacionamientos sino en las calles, y si salen a pasear, se amontonan más un domingo de sol en busca del mar que un miércoles laboral para volver al hogar.

Las calles son angostas, donde sólo hay espacio para una sola mano, porque el resto de su ancho está destinado para estacionar, en las veredas cada pequeño ladrillo blanco y negro está colocado a mano y cada paso demanda extremo cuidado para no tropezar. Los cerros encubiertos dentro de la ciudad regalan las mejores vistas a cualquier novato, el castillo guía se asoma de tanto en tanto para la orientación de los visitantes, las casas pintorescas y los edificios enanos están vestidos de azulejos, y el aire siempre nuevo, siempre amigo, siempre cómplice siempre perfumado de mar.

Amar Lisboa no es casualidad para nadie que se anime a vivirla, pero para un argentino -mejor dicho, para un bonaerense-, siempre tiene un sabor especial las tascas con banderines futboleros, los restaurantes domingueros, las culturas entre-mezcladas y sus pequeños recovecos que se saben encontrar cuando se aprende a caminar la ciudad.

No tiene tanto de similar como tiene de diferente, pero todo siempre remontará a la nostalgia el fado que se escucha dentro de cualquier bar por las calles de Alfama puede recordarnos un tango perdido en el último local de La Boca, y los gritos de gol un fin de semana desde los balcones nos remonta también a los fanatismos de los barrios porteños, pero no todo lo gris nos trae de vuelta.

Cuando finalmente podemos animarnos a compartir una conversación con algún portugués que quiera entendernos, podremos percibir la amabilidad latente y el respeto mutuo para la diversidad; no hay más prioridad que la comunicación, como tampoco habrá discusión que no deba terminar con un apretón de manos antes del adiós.

Eso, aunque parezca mentira, también se aprende en la calle donde el tránsito es tumulto no reinan los bocinazos, porque antes hay personas intentando regresar a sus hogares; y donde hay una demora siempre hay alguien con un problema más importante que el nuestro en busca de su solución.

En Lisboa cantan siempre las gaviotas cuando el sol se despide, y las calles llevan siempre ese extraño aroma a mar. El verano será siempre un sinónimo de playa, y el invierno será lluvia pero no tormenta con pretensiones de tempestad. La humedad no es castigo de los pelos más rizados, ni el clima es enemigo de quien ama caminar.

Lisboa te enamora por sus calles y sus veredas, por el aire nuevo, por la gente que no grita sino es de la emoción, por el mar en sus orillas, por sus miradores y postales. Por eso nunca termino de comprender si me enamoré de la ciudad de mi hijo, o si realmente dejé mi corazón por las razones que ya mencioné.