El 20 de enero, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) publicaba su reporte anual con las perspectivas laborales para el 2020. Sus sombrías conclusiones no minaron, ni su histórica condescendencia, ni su recomendación estándar: que los gobiernos, los empleadores y los trabajadores prioricen políticas de pleno empleo para terminar con la pobreza mundial. Es lo que llaman diálogo social o tripartito. La pandemia, sin embargo, echó por tierra sus ya desesperanzadas proyecciones. Su último reporte del 30 de junio pinta un futuro mil veces más sombrío. Pero sus recomendaciones siguen siendo esencialmente las mismas porque lo que la OIT no puede reconocer es que el problema no es la pandemia sino el capitalismo, y que - en consecuencia - las respuestas deberían ser mucho más radicales. Más aún, el propio Covid-19 encuentra su explicación en causas estructurales: el alcance global del modelo industrial de producción de alimentos, la acelerada deforestación y la rentabilidad de las multinacionales.

Lo que guía a los empresarios es la ganancia, no las necesidades sociales. El desplome de la producción de mercancías y servicios a causa de la cuarentena está mostrando una vez más las desventajas de este hecho para quienes dependemos de vender nuestra capacidad de trabajar para vivir. En el mundo, unas 3300 millones de personas; en Argentina, como mínimo, 16 millones al finalizar el 2019.

Confrontadas con la decisión del gobierno de decretar el Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio, las cámaras empresarias reaccionaron presionando para que sus respectivos negocios fueran incorporados al listado de actividades esenciales habilitadas para continuar la producción. La mayoría, lógicamente, quedó fuera. Según datos oficiales, unas cuatrocientas mil empresas fueron afectadas en su funcionamiento. Los despidos, las suspensiones y los recortes salariales no se hicieron esperar. La AFIP registró que entre marzo y mayo dejaron de aportar a la seguridad social 18.546 firmas que ocupaban a 284.821 trabajadores. El Ministerio de Trabajo ya había advertido en abril una caída histórica de los puestos laborales formales del sector privado: 186 mil menos que en marzo. Estas cifras comprenden solo al empleo formal. El Observatorio de Despidos durante la Pandemia (ODP) de la Izquierda Diario calcula en más de 700 mil las cesantías totales al mes de julio. Los números disponibles ponen en evidencia que el decreto presidencial prohibiendo los despidos fue, a tono con los tiempos que corren, virtual. A su vez, se multiplicaron las suspensiones de personal tras el acuerdo tripartito entre la UIA, la CGT y el Ministerio de Trabajo que las facilitó. El ODP las estima en dos millones, casi la totalidad con recorte salarial. A ello debemos sumarle las paritarias congeladas, los aguinaldos en cuotas y los atrasos salariales en varios sectores. Todas estas decisiones de los empresarios (y el gobierno) fueron acompañadas por pedidos corporativos de ayuda financiera al estado: postergación y reducción de las contribuciones patronales, exenciones impositivas, fondos para pagar salarios. Por ejemplo, el Programa de Asistencia de Emergencia al Trabajo y la Producción benefició en abril a 250.000 empresas para el pago de los salarios de 2 millones de personas.

El impacto de la crisis sobre la clase trabajadora, sin embargo, no es homogéneo. Los más de 4 millones de asalariados no registrados vienen sufriendo más agudamente los despidos que los registrados. Los ingresos de las y los excluidos del mercado de trabajo formal, ese heterogéneo mundo de la economía popular que trabaja en actividades de subsistencia, se derrumbaron. Quienes están ocupados en actividades esenciales se encuentran en una mejor posición que el resto; aunque deben confrontarse a menudo con las reticencias empresarias a invertir en los protocolos sanitarios. En muchos casos, además, se trata de actividades precarizadas y mal pagas; dos ejemplos: los repartidores y la amplia gama de trabajos de cuidado realizados mayoritariamente por mujeres (salud, cuidado de niños y adultos mayores, limpieza). Un caso especial es el del teletrabajo: un refugio defensivo frente al peligro de la gripe, la suspensión y el despido al alcance de una reducida proporción de la fuerza laboral; y en el caso de las y los docentes, una imposición a un alto costo material (gastos en insumos, equipos y servicios) y subjetivo (aislamiento, estrés, desorganización familiar y pérdida del control sobre el tiempo de trabajo).

En síntesis, la pandemia en el capitalismo es una peste que atenta contra los medios de vida de la mayoría de la población. Las situaciones conflictivas se multiplican (basta con mirar los portales gremiales), pero la cuarentena mantiene las protestas, por ahora, en caja. Mientras tanto, la CGT, por tradición, ideología y corporativismo, apuesta, como la OIT, al diálogo social tripartito para mantener los niveles de empleo. Días atrás, su titular, Héctor Daer insistió en ello en el Encuentro Anual de la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa. El mercado de trabajo, sin embargo, no brinda una sola señal alentadora para esta política. 

Desde la irrupción del Covid-19 se escucha una y otra vez que el mundo ya no será el mismo. Por el momento, parece que en lo esencial será exactamente igual que antes: capitalismo  reforzado.

*Profesor de Historia (IdIHCS/UNLP-CONICET) y miembro del Colectivo Historia Obrera