Los últimos días en nuestro país han sido convulsionados, sin duda. No sólo hemos observado con angustia el fuerte incremento de la curva de contagios de COVID, sino también la reaparición de una serie de fenómenos y reacciones sociales que merecen nuestra atención y deberían ser analizados desde una sociología de la cultura política argentina.

Entre varios procesos que atraviesan la tensión de estos días, se eligen aquí dos que colisionan y se entrelazan ante la suspensión de clases presenciales en el AMBA. Uno es la fuerte presión social contra la decisión. Dos, el creciente clima de rebelión contra la medida. De la oposición a la desobediencia normativa y la rebelión, en un solo paso. Si bien estas situaciones están relacionadas, ellas tienen diferentes aristas. Ambas tienen por lo tanto fundamentos históricos y sociológicos que hay que desentrañar. Estas notas rápidas en medio de la coyuntura son una excusa para delinear un argumento que pueda orientar futuras interpretaciones. Aquí intento ayudar en la comprensión de que el mito civilizatorio de la nación argentina se tradujo en una atracción reverencial por la cultura letrada, pero al mismo tiempo todo el sistema político está condicionado por la crisis de legitimidad, que pone en cuestión cualquier decisión.

El primer punto es el superlativo valor que ha adquirido la educación en el espacio público. Ello no es nuevo pero se ha potenciado y resignificado en el marco del reclamo de los padres y la perversa exposición pública de niños y niñas para expresar tristeza por el cierre de las escuelas y alegría por volver a las aulas. Más allá de la cuestión ética de este exhibicionismo emocional, ello muestra un imaginario profundamente arraigado en la cultura argentina.

El primer desafío de la Argentina moderna fue vencer al analfabetismo, que era percibido como fruto y a la vez fuente de la barbarie. Indudablemente, este mandato político-cultural se hizo carne en el imaginario de la clase media porteña, a la luz del impacto de varios procesos: el proyecto sarmientino, la ley 1.420 que estableció una educación común, gratuita y obligatoria y la reforma universitaria, entre otros. A partir de lo cual, en amplios grupos de la sociedad argentina, especialmente en aquellos sectores medios de origen migratorio, se expandió muy pronto la idea de que la educación era un camino privilegiado para la movilidad ascendente y el reconocimiento social. La asistencia a la escuela se convirtió entonces en un acto de distinción, una marca de clase en el que el tipo de consumo cultural (bibliotecas, museos, teatros, viajes) los separaba de los bárbaros que no tenían cultura ni racionalidad.

En este esquema binario, la irrupción del peronismo fue descifrada como una vuelta a la barbarie y se comenzó a asociar este fenómeno como un freno civilizatorio, es decir, la percepción a sus políticas como dirigidas a promover la ignorancia y romper con el mérito y el esfuerzo educativo. Sin embargo, la tremenda escisión política que produjo la emergencia del fenómeno peronista se debió en gran medida a una errónea interpretación sobre los alcances y resultados de sus políticas educativas. Cualquier análisis serio puede demostrar que el peronismo expresó la continuación y cierre (relativo pero exitoso) del proyecto de construcción de la nación y el estado, en el sentido más “roquista” que uno pueda imaginar. Al mismo tiempo, y en lo que nos ocupa aquí, el peronismo completó (con todas las contradicciones del caso) el programa educativo de la generación del 80, mediante la educación técnica, la masificación del nivel primario y secundario y la gratuidad universitaria. Queda claro que la batalla contra el analfabetismo se ganó en el país (aunque no totalmente) recién a mediados del siglo XX, por obra y gracia de esas transformaciones.

Pese a estos avances pasados, la defensa pública de la educación (que no es lo mismo que la defensa de la educación pública), que aparece hoy en las voces que replican los medios de comunicación, se da en un contexto diferente. En las últimas décadas, la educación argentina es más inclusiva que en la centuria pasada. Todos los indicadores de cobertura geográfica y social son los más altos de la historia, aunque notoriamente podrían y deberían mejorarse. Pero al mismo tiempo, se vive una desesperanzada sensación de crisis educativa. Los medios y el mercado editorial se hacen una panzada con términos rimbombantes como colapso y tragedia, en un debate que enfatiza críticas al supuesto bajo nivel de alumnos y docentes.  Implícitamente, este debate oculta (y no se atreve a sacarlo a luz) un razonamiento atroz: la educación argentina fue mejor cuando era excluyente y la crisis comenzó cuando los bárbaros entraron a la escuela (como alumnos pero también como docentes).

Sin negar las dificultades del proceso, puede decirse que el diagnóstico crítico de la situación de la educación en Argentina es de alguna manera sesgado por una serie de razones. Una es que no se consideran suficientemente los desafíos de los sistemas educativos en todo el mundo para enfrentar los cambios tecnológicos, las transformaciones de los mercados laborales y la resignificación de los modos de acceder y producir conocimientos. Un segundo factor es la preminencia de una mirada nostálgica sobre el rol de la escuela argentina, que considera un pasado glorioso que quedó atrás por una decisión malévola orientada a sumergir al pueblo argentino en la ignorancia, lo que garantizaría su control y la manipulación.

Pero uno de los principales componentes analíticos a tener en cuenta es que la centralidad de la calidad en el debate quita visibilidad al principal problema de la educación, la desigualdad territorial, que se potencia con la autonomía jurisdiccional en la materia. Esto, que aparece como nuevo por la transferencia de los servicios en la Ley Federal, ha sido una constante dado el mandato constitucional original. Por lo cual, el estado nacional ha tenido históricamente serias dificultades para diseñar una política educativa común e integral. Con mucha frecuencia se olvida que el Consejo Nacional de Educación (y por la tanto la vigencia de la ley 1.420 y sus políticas asociadas) tenía jurisdicción sólo en la Ciudad de Buenos Aires y los territorios nacionales. No obstante, desde hace dos décadas se han hecho grandes esfuerzos para coordinar y ajustar una ley nacional con las normativas provinciales. Pero, la discusión sobre la educación argentina suele soslayar tanto los avances normativos para garantizar contenidos unificados como el logro de un gobierno equilibrado del sistema educativo en el país, producto de las negociaciones y acuerdos en el seno del Consejo Federal de Educación. La pretensión autonómica de CABA rompe sin dudas con esta lógica.

En este contexto, el anuncio del cierre de las escuelas fue leído como parte de ese proyecto manipulador de la sociedad, que coartaría las libertades y cuestionaría el esfuerzo individual, convirtiendo de este modo a las políticas del estado nacional en represivas y autoritarias. En este sentido, se observa una tendencia sostenida hacia la privatización del derecho a la educación, especialmente en la Ciudad de Buenos Aires. Mucho del discurso educativo busca responsabilizar a los docentes y las familias de la crisis, en tanto ellos son los actores centrales del sistema, invisibilizando el rol del estado. Por lo cual, según esta perspectiva, las decisiones sobre el destino de la educación es responsabilidad para bien o para mal de las madres y los padres. En este sentido, cualquier discurso externo es señalado como una intervención espuria. De esta manera, la idea de calidad educativa asume un valor instrumental para que los padres puedan ejercer su derecho a elegir la escuela de sus hijos, los contenidos que reciben e inclusive la asistencia a pesar de los riesgos sociales que ello pudiera ocasionar. Hay así un desplazamiento de la idea de derecho a la educación como parte de lo público y vinculado a la inclusión a una noción de calidad asociada a la libertad individual.

La educación como distinción

Sin embargo, se pueden reconocer ciertos rasgos de hipocresía social en estas actitudes. La educación como distinción se convirtió entonces en una pose de reafirmación de la individualidad y del ejercicio de la libertad. Los padres deciden cuando enviar a sus hijos al colegio. Ello es ciertamente lícito y valioso, pero a esos mismos padres no les tiembla el pulso en hacerlos faltar cuando la familia viaja al exterior en mayo o septiembre porque los pasajes son más baratos en temporada baja. La clave está en centrar la atención en quien toma la decisión de la presencia o la ausencia en las escuelas. Si lo deciden las familias es correcto, si lo pide el estado es una política autoritaria. Lo paradójico es que estos mismos padres y madres no dudarían un segundo en sacar corriendo a sus hijos e hijas de los colegios si se anunciara un terremoto o un cataclismo climático. Parece que 30.000 contagios diarios no son lo suficientemente atemorizadores para condicionar sus decisiones. Es mucho más fuerte la imagen del peronismo bárbaro y anti- iluminista y el sentido privado del derecho a la educación, que cree que el éxito educativo no depende de las políticas públicas sino del esfuerzo y la dedicación individual, a lo sumo familiar.

El segundo punto de análisis es un elemento crucial que viene amenazando la política argentina desde prácticamente los tiempos fundacionales de la nación. Se observan, en varios períodos de la historia nacional, tremendas dificultades para imponer las decisiones de la autoridad estatal. Por un lado, existe alguna tendencia argentina por cierto desprecio por la ley, como ha sido señalado hace 120 años por Juan Agustín García, desde su original sociología política del devenir histórico de la Ciudad de Buenos Aires, lo que en definitiva era un estudio sobre la cultura política de los porteños y porteñas. La marca de origen de una acumulación originaria basada en el contrabando, la lejanía del control monárquico y la debilidad institucional del virreinato son causas a tener en cuenta a la hora de entender las dificultades  para construir un poder normativo. Por otro lado, hay una invariable propensión a la desobediencia social y a la rebelión en la sociedad argentina a lo largo de su tumultuosa historia. La temprana promesa democrática del movimiento independentista y la larga guerra civil del siglo XIX (que alimentó cierto orgullo popular y aire levantisco, que el vulgo de las ciencias sociales pudo haber confundido con el famoso ego de los argentinos) configuraron una ciudadanía chúcara, bárbara y poco civilizada, en términos de la modernidad.

En estos días, la falta total de respeto por las normas y el rasgo díscolo de la sociedad argentina confluyeron en un contexto político local bastante agitado. Esta tendencia contestaria sirvió para reafirmar derechos y ampliar el sistema democrático a lo largo de la historia. Es además un factor explicativo del por qué, en perspectiva histórica, las dictaduras en el país han sido relativamente más breves (aunque no menos intensas) que en otros países de la región (Chile y Brasil). Sin embargo, ha sido también uno de los principales elementos exegéticos sobre la incapacidad de la sociedad argentina para consolidar un sistema de dominación estable y legítimo en el largo plazo. Ahora bien, el afianzamiento del sistema democrático en las últimas décadas no ha podido resolver totalmente ese obstáculo. Ello se traduce hoy por ejemplo en una rebelión fiscal, la desobediencia alegre a las restricciones sanitarias y el rechazo al cierre de las escuelas. Todo ello debilita la capacidad del estado para imponer sus políticas y es una amenaza para la legitimidad de las decisiones.

Es muy difícil (por no decir imposible) el debate democrático serio y la definición de políticas públicas en este escenario donde se cuestiona constantemente la autoridad política, que erosiona tanto la legitimidad electoral como la de gestión. Lo llamativo es que estos desobedientes y revoltosos sociales (que no pagan el impuesto a las grandes fortunas, no usan barbijo, rechazan la política de cierre de escuelas) no son vistos como bárbaros y forajidos sino como héroes ilustrados, bien hablantes y educados, aunque ese saber sólo les permita insultar y mezclarse en las disputas discursivas de los trolls y cibernautas.

Por lo tanto, nos encontramos ante un desafío democrático que hay que enfrentar sin ninguna demora. En el caso de la educación, la actual situación de pandemia puso ciertamente en evidencia la problemática de la desigualdad, ya que los dispositivos de educación a distancia potenciaron la desigualdad social que ya existía en las aulas y en las escuelas argentinas. La existencia de la brecha digital, en términos de la desigual capacidad de acceso a las tecnologías y contenidos educativos, puso en evidencia un problema estructural que debe resolverse rápido si se quiere garantizar el derecho a la educación.  Ello demuestra con claridad los errores y retrocesos de la política nacional en términos de la distribución de computadoras y la mejora de la conectividad. Sin duda, la continuidad del programa Conectar- Igualdad hubiera garantizado una plataforma más sólida para enfrentar la contingencia.

No obstante, la pandemia fue un estímulo importante para que docentes y directores/as puedan repensar modos de enseñanza, aprendizaje y evaluación, ya que desarrollaron con creatividad modos de comunicación, diálogos e intercambio con los/as estudiantes, aunque los obligó a una situación de cansancio y estrés que hay que considerar. La coyuntura, sin embargo, llevó a maestros/as, profesores/as a repreguntarse por la propia formación pedagógica. Se revalorizó entonces la vocación docente y la posibilidad de visibilizar mejor el desarrollo profesional de la docencia, meditando sobre sus aportes y deudas pendientes. En el marco de la emergencia sanitaria, es necesario comprender que la buena conectividad es necesaria pero no es suficiente para garantizar el derecho a la educación. El desafío es que los docentes puedan propiciar la participación de los alumnos y lograr una apropiación significativa de los aprendizajes de una manera creativa y sostenida. Ello debería apuntar a replicar el pacto pedagógico de la escuela presencial. La clave es asegurar el acceso a la escuela, aspirando al siempre difícil equilibrio entre calidad e inclusión.

En lo político, la guerra judicial no es de ninguna manera una solución, porque no hay voluntad para acatar los fallos, pero es un camino inevitable a esta altura del conflicto. Esta crisis es resultado de un entramado de errores del gobierno nacional (fallas en la dimensión comunicacional, la toma de decisiones apresuradas, pérdida del sentido de oportunidad, falta de una respuesta integral con alternativas posibles) y los rápidos reflejos del gobierno de CABA. Por lo tanto, la salida a este difícil escenario depende de la responsabilidad de los actores sociales y políticos para desarrollar acciones creativas, integrales, inteligentes y legítimas (tanto en la legalidad como en la credibilidad) y sobre todo viables políticamente.

Entre diferentes opciones, la clausura de la educación presencial se aplicó en diferentes momentos en varios países y regiones, inclusive en la actualidad. No carguemos  entonces a los pibes y pibas con problemas y caprichos de los grandes, dado que esos problemas no encuentran soluciones eficaces en ningún lugar del planeta, pues los contagios y las muertes continúan. Si la circulación de padres, docentes y estudiantes no contagia, las aulas tampoco, menos los bares y los restaurantes, los gimnasios, las plazas, ¿Dónde cara** se contagian las personas? Suspender las clases es una medida extrema, impopular y discutible, pero si es necesario hay que hacerlo y no hay razón suficiente para alegar el derecho a la rebelión de los pueblos o el incumplimiento de las normas por parte de funcionarios públicos. La apertura y el cierre de las escuelas no debe ser decidida por los fundamentalistas de la educación, pues en el contexto de la pandemia, la política educativa debe estar subordinada a un bien mayor vinculado al cuidado, la salud y la vida.

Lo mejor que pueden aprender nuestros hijos e hijas en esta situación crítica es que como madres y padres responsables los protegemos del peligro sanitario y nos cuidamos entre todos y todas, aunque se pierdan el sabor encantador de los recreos y los amigos. La educación es un valor sagrado pero no absoluto. Pensemos que para sentar con alegría a los estudiantes en los pupitres primero tenemos que vaciar las camas de los hospitales. Por una vez, seamos civilizados y cuidemos a los chicos y chicas. Si para ello hay que cerrar las aulas por un tiempo no nos rasguemos las vestiduras en el medio de una tormenta social. No sea que los progenitores que piden a los gritos entrar a las escuelas terminen ingresando a una terapia intensiva o más tristemente despidan a un familiar en el cementerio.

*Sociólogo, Investigador Adjunto del CONICET, con sede en el IIGG- UBA. Profesor Asociado Ordinario en el Departamento de Planificación y Políticas Públicas, UNLa. Docente de posgrado en esas mismas universidades, la Universidad Católica Argentina y FLACSO.