El lenguaje político es un campo de tensiones en el que está en juego el poder de hacer cosas con las palabras, de ponerle nombre a las situaciones. Esto no implica desconocer las condiciones estructurales u objetivas, sino disputar la posibilidad de forjar modos de interpretación de esas condiciones. Lejos de ser en sí misma un problema, esta forma de confrontación que dinamiza la política puede habilitar un espacio plural enriquecedor para la producción de sentidos respecto de un presente sumamente complejo, sus raíces en el pasado que lo gestó, y las alternativas futuras que se abren ante nosotrxs.

Sin embargo, lo que resulta perturbador en el actual escenario argentino es la deriva hacia un discurso del odio, que se expande al ritmo de la multiplicación de usuarios de las redes. En esta senda se avanza incluso más allá de los límites de un lenguaje político estructurado a partir del modelo de la guerra: Carl Schmitt, la referencia obligada para este enfoque, señalaba que el enemigo político no es un criminal, no necesariamente es moralmente malo ni estéticamente feo, e incluso puede ser beneficioso hacer negocios con él. En las redes, en cambio, ya sea a través de la expresión genuina de opiniones individuales, o bien mediante esa nueva usina de significación que son los trolls, se vuelcan las expresiones más brutales del sexismo, la misoginia, el racismo, asociadas a posiciones políticas que expulsan a quienes piensan distinto a un lugar deshumanizante.

El problema no es la grieta, entonces, puesto que opiniones antagónicas hubo siempre, sino su utilización para construir abismos que peligrosamente erosionan cualquier lazo social. Y las preguntas que surgen en este marco tributan a la inquietud genealógica, tal como la concebía el filósofo francés Michel Foucault: ¿cómo llegamos a ser lo que somos? En Argentina, analizar lo que somos requiere, entre otras cosas, indagar cómo fue posible que se vaya desplazando el límite de lo decible hasta el punto de naturalizar circunstancias y planteos ominosos: en las redes hay gente que se reivindica orgullosamente racista; un diputado sostiene que es llamativo que un laboratorio extranjero que produce vacunas no haya sido convocado por el Gobierno a participar en la confección de la ley que regularía sus actividades; en una emisora radial, un periodista sostiene que no se puede conciliar democracia y niveles excesivos de pobreza, proponiendo como solución no la disminución de la pobreza sino la reformulación de la democracia en un formato autoritario, por citar solo algunos ejemplos.

En este escenario, tres ejes de análisis pueden contribuir a un debate fértil para nuestro presente y nuestro futuro. En primer lugar, el sostenido desgaste de la imagen del Estado emprendido por las derechas –en un rango de posiciones que van del neoliberalismo al neoconservadurismo- por lo menos desde la década del ’70 en adelante. Ciertamente, el Estado puede ser un punto de apoyo fundamental tanto para las estrategias de opresión como para los procesos de inclusión y ampliación de derechos. Pero el discurso de esos sectores solo ve opresión en el sistema político y nunca hurga en sus raíces económicas; y ese ataque sistemático al Estado ha erosionado también su rol arbitral en un campo de sentido configurado en base al consenso democrático. En este contexto, se produjo, como diría el sociólogo francés Pierre Bourdieu, una suerte de anarquía simbólica en la que se puede decir cualquier cosa sin necesidad de apoyar las afirmaciones en argumentos contrastables.

En segundo lugar, en sintonía con la descalificación del Estado, el gobierno, entendido en un sentido amplio –según la conceptualización foucaultiana- como conducción de conductas, cada vez descansa menos en las instituciones estatales. Si gobernar es suscitar, de manera sutil, comportamientos, valoraciones, imaginarios, para fijar límites entre lo que se puede y lo que no se puede hacer, es indudable que desde hace décadas los medios, en sus diferentes formatos, y más recientemente las redes, ‘gobiernan’, es decir, inducen modos de actuar, de pensar, de sentir. Obviamente, este no es un territorio cerrado a la resistencia, pero es claro que las tecnologías semióticas se han convertido en una pieza clave para modelar subjetividades afines a los requerimientos del capitalismo neoliberal y de sus agentes políticos.

Por último, frente a la proliferación de esas tecnologías semióticas que estabilizan significados y producen efectos de subjetivación, es imperioso discutir una ética de la comunicación. Si comunicar es una forma de poner en común, es fundamental establecer umbrales de consenso en torno a la responsabilidad no solo respecto de lo que decimos, sino también de los efectos que producen nuestros dichos en las demás personas, puesto que como miembros de una comunidad política el destino individual es inseparable del destino colectivo.

*Profesora e investigadora de la Universidad Nacional de Rosario y la Universidad Nacional de Entre Ríos.