Podríamos pensar que una democracia se profundiza a medida que aumenta la participación de sus ciudadanos en sus instancias formales. Deberíamos, entonces, recibir con beneplácito el aumento de actos electivos, que se multiplicaron primero con la implementación de las elecciones presidenciales cada cuatro años y luego con el agregado de las PASO antes de cada elección para puestos ejecutivos y legislativos. Sin embargo, participar de procesos eleccionarios no es condición suficiente para una construcción democrática, sobre todo cuando las elecciones imponen agendas propias de la disputa de los espacios de poder que los distintos partidos o frentes políticos llevan adelante.

En un primer nivel, no se trata de participar en mayor o menor medida de los procedimientos formales de la democracia representativa, se trata de cómo lo hacemos. Es más sencillo ocuparse de las rencillas, las traiciones, las venganzas y los acomodos del mundo de los políticos profesionales que revisar la legislación que han propuesto, aprobado o rechazado.

La "farandulización" del mundo de la política no conviene solamente al avance del marketing en las estrategias partidarias, sino también a la cómoda posición del ciudadano que cree estar participando intensamente de la política actual cuando ocupa una enorme cantidad de tiempo y compromiso afectivo en la crítica y el juicio de las actitudes de tal o cual integrante de la política vernácula.

Estar informados adecuadamente para votar y participar de los debates pertinentes con los otros ciudadanos, no debe ser confundido con estar informado sobre lo que tal político piensa de tal otro, o complacernos viendo cómo nuestro político favorito humilló a quien para nosotros tiene el papel del villano. Esto no quiere decir que debamos desligar a la política de las pasiones, más bien es un llamado para que esas pasiones puedan jugarse de manera más intensa en otro tipo de prácticas políticas.

No hay que reducir este fenómeno, que implica a la vez un estado de desinformación activo y una reducción de lo afectivo a una complacencia con ciertas identificaciones, a la personalización de la política. Quienes acatan sin miramientos una ideología sin rostro tangible mientras son incapaces de informarse críticamente de los problemas que están en juego, no están menos presos que los "personalistas" de la posición cómoda en la que descansan. Si bien los partidos políticos tradicionales suelen tener funcionamientos internos poco democráticos, aún peor es la promesa de un eficientismo administrativo; poco es lo que podemos decidir como ciudadanos o como pueblo ante un conjunto de técnicos que se presenta como la única solución posible para decidir planes de acción que dejan de ser "políticos" cuanto más puramente "técnicos" se presentan.

Una maquinaria bien aceitada sigue sus protocolos de acción sin consultarle a los involucrados sobre lo que hace, instaurando una instancia trascendente que marca un destino al que no queda otra alternativa que adaptarse. 

La única posibilidad de que una maquinaria de tal tipo funcione eficazmente es convirtiendo al pueblo soberano en un conjunto de variables, cuantificando y calculando sus afectos para lograr utilizar la fuerza de sus pasiones a favor de la maquinaria. Se nos invita así a "ser mejores" a "poner todo de nosotros", de acuerdo a unos estándares que no podemos siquiera detenernos a valorar. La administración de las pasiones es, sin lugar a dudas, la clave de una progresiva eliminación de la politicidad democrática.

La salida de esta encrucijada no implica estar "más allá" de las elecciones, sino más bien profundizar un "más acá" de ellas. Solamente mediante una multiplicación de pasiones heterogéneas, no sujetables a cálculos de gobernabilidad y mediante la proliferación de encuentros horizontales que nos obliguen a desentumecer una comunidad más vital, podremos estar a la altura de una democracia que rompa con los automatismos que pretenden gobernarnos.