Las fases de la pandemia no solamente rigen para el desarrollo o el restablecimiento de la enfermedad. El confinamiento, las salidas a la calle y la vuelta a la producción también se gestionan a partir de las políticas sanitarias que controlan los flujos de afectados y su potencial atención.

El mapeo de las zonas críticas evidencia que los relatos acerca de la crisis no coinciden territorialmente con lo que ocurre en cada lugar. En nuestro caso, cuando se habla del COVID-19 en la Argentina, se dan los números de Buenos Aires y los tres cordones que conforman el AMBA. Si bien allí se asienta casi el 37% de la población del país, cada distrito se diferencia por su conformación territorial, económica, social, cultural, sanitaria y habitacional.

A la luz de los acontecimientos locales que se transforman en agendas globales,  la narrativa de la epidemia, que surgió en Wuhan en diciembre de 2019, tiene la misma lógica que otros acontecidos en espacios concretos y que generaron interés global.

La caída del Muro de Berlín en 1989, los atentados terroristas que surgen en los años 90 y recrudecen en la primera década de los 2000, las crisis económicas del inicio del milenio y  las revueltas originadas a partir de la circulación informativa por canales y dispositivos poco habituales para la gestión de noticias tienen un patrón común. A partir de un acontecimiento local, la información circula y repercute en distintos circuitos hasta transformarse en global.

Puesto a circular a través de aeropuertos, vuelos y contactos sociales, cuando el virus se desplazó del territorio chino al resto del mundo, estalló la pandemia y lo convirtió en una narrativa necesariamente local.

De modo extraño, el COVID-19 no solo trastoca las costumbres culturales, higiénicas y afectivas. En términos de comunicación de crisis, no se globaliza la narrativa porque el acontecimiento es lo global. Luego, la cantidad de casos, las políticas específicas, las aperturas graduales o las restricciones más estrictas se adecuan a cada distrito y las manifestaciones públicas, los juegos compartidos, los posicionamientos políticos son de corte local.

A casi tres meses del Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio (ASPO), una paradoja que se plantea con fuerza puede elaborarse así. Estamos mucho más cerca de quienes viven a miles de kilómetros, que de quienes  son cercanos a nuestros afectos y cotidianeidad. Con ellos debemos mantener la distancia social.

La otra, es que los detractores del Estado imploran políticas públicas de asistencia para sus propios beneficios, coberturas sanitarias para quienes dejaron de tenerlas con la crisis económica producto de un modelo al que respaldan aunque los termine excluyendo y asistencia logística para quienes quedaron en el exterior.

A pesar de las distintas corrientes conspirativas, no parece muy adecuado arriesgar predicciones. Sin embargo, no pocos intelectuales conjeturan situaciones que fluctúan entre la distopía o la revolución. La “infectoracia” y la “peronización global”. Los menos letrados llaman a despertar, salir a la calle y ejercer  la desobediencia civil.

Como vaya a producirse, la salida de la cuarentena que nos protege de la pandemia deberá ser gradual. Los efectos operados sobre la cultura ya son palpables y, probablemente, no tengan vuelta atrás. De las decisiones colectivas surgirá el modo de poner cada espacio a funcionar. Y el resultado será el recrudecimiento de la violencia, la xenofobia y el sálvese quien pueda o la posibilidad de construir un barrio más solidario, que aporte a un municipio más comprometido, cuya contribución será a una provincia más organizada para hacer un país mejor.

Pero como desconfiamos de las predicciones, preferimos pensar desde nuestras casas, mientras los virólogos encuentran la vacuna y el Estado se organiza para consolidar una política inclusiva de salud.

 *Doctora en Ciencia Política. Directora IIPPyG-UNRN / UBA