Apenas culminada la Segunda Guerra Mundial, el sociólogo alemán Theodor Adorno escribía, todavía desde su exilio en Estados Unidos, un conjunto de aforismos y fragmentos desde y sobre la vida dañada. Lo impulsaba la inquietud de recuperar la pregunta por la vida recta o vida justa arrebatada por las ciencias particulares y las pseudociencias al pensamiento filosófico político, y arruinada por la propia guerra. Para él, hablar de vida era referir a una “apariencia de vida”, es decir, a su forma alienada, apócrifa, falseada por el capitalismo. Lo mismo sucedía con el individuo, podría apelarse a él, aludirlo, pero sólo para advertir que nada o casi nada de la promesa de su existencia autónoma se había realizado bajo ese modo de producción económica todavía actual. El individuo se parecía demasiado a la “mala” sociedad que lo aplastaba, moldeaba y de cuya diferencia dependía su singularidad. Aun así, o por ello mismo, ese individuo insistía en la defensa obstinada de formas burguesas de existencia cuyo presupuesto económico se había ya derrumbado.

Todos estos tópicos: vida dañada (y pregunta por la vida justa), extenuación del individuo autónomo, persistencia de las meras formas de existencia burguesa en ausencia de sus condiciones económicas, son fenómenos por demás próximos que la pandemia vuelve todavía más patentes. Sobre cada uno de ellos, aun respondiendo a distintos niveles categoriales y analíticos, se extienden hoy más sombras que luces. Las tramas de esas vidas dañadas salen a flote en este naufragio. Con ellas queda expuesta la distribución desigual de, por nombrar sólo un aspecto, la precariedad laboral: porciones significativas de la población que, en virtud de la formalidad de su vínculo, pueden continuar con cierta “normalidad” su actividad convive con otra parte igual de importante que ve amenazada esa continuidad por la inminente catástrofe económica global y local que se avecina. Otro conjunto pudo reconvertirse al calor de la coyuntura (cuentapropistas, determinados profesionales liberales, comerciantes, etc.) y, todos aquellos que ya antes del ASPO veían sus vidas pender de un muy delgado hilo vieron cómo se cortaba ante sus ojos sin esperanzas. Ese daño desigual refracta de modo curioso en las respuestas afectivas que ciertas medidas estatales producidas para paliarlo encuentran en la población. Pocos alzaron sus voces contra el IFE, a nadie se oyó cuestionar el apoyo económico brindado por el Estado a distintas empresas para afrontar el pago de salarios. En contraste, el inicio del debate en torno al impuesto a las grandes fortunas se ahogó en el grito de furia en su rechazo y muchos no dudaron en sacar sus autos de alta gama y camionetas 4x4 en defensa de la propiedad privada cuando se anunció la intervención de Vicentin. Esta capacidad empobrecida y raquítica de respuesta por parte de “la sociedad” es elocuente también del grado de precariedad y daño producido en las subjetividades templadas al calor del capitalismo actual.

El declive del individuo autónomo que acompaña este proceso se profundiza en la actualidad neoliberal. Asistimos al eclipse de esa posibilidad de salir de sí mismos para, luego de apreciar el estado de la sociedad, volver hacia nosotros de modo crítico-reflexivo inquietos por la posibilidad de transformarla junto a otres. Este movimiento que cifra la crítica a las injusticias y desigualdades existentes sería la prueba, además, de la persistencia de una diferencia entre individuo y sociedad. Una diferencia que parece borrarse al compás de una doble torsión: privatización de los espacios comunes, públicos y “domesticidad” o “familiarización” de la esfera pública. En relación a esto último, cuando lo que busca imponerse en debates públicos sobre bienes comunes es la extensión de argumentos privados, familiaristas y de credo/culto se reducen los márgenes de autonomía y reflexividad de los que hablaba Adorno. La idea de individuo autónomo se empequeñece en la misma proporción en que se agranda la esfera personal asfixiando otros valores que podrían con mayor justicia dirimir asuntos que afectan bienes comunes. Los individuos terminan por parecerse demasiado a las lógicas de la sociedad (dictadas con crueldad por el mercado) que los oprime y violenta, reproducen sus exigencias y agencian sus reclamos.  

Se defienden, así, formas burguesas de vida cuyo sustento, como decía Adorno, ha sido sustraído hace ya mucho tiempo. Esas formas asumen el rostro, hoy, de una lucha por la libertad, pero ¿qué se defiende al defenderla? ¿La libertad de qué, de quiénes, para qué? Cuando el liberalismo, aún el más banal –ese de la tolerancia, el respecto, la república– es liquidado por las lógicas del neo-liberalismo, cuando cae su tensión con el Estado y lo público, lo único que queda es la competencia descarnada devenida principio antropológico –como de alguna manera sugería también Adorno en Mínima moralia. Esa competencia (entre individuos pretendidamente libres y autónomos) es la que alimenta la idea meritocrática según la cual cada quien recibe en la misma medida que el esfuerzo que invierte y llega a los lugares que justamente ocupa. Mediante ella se moraliza el fracaso, se vuelve culpable y responsable a los que menos tienen de su miseria y se niegan las formas activas e históricas de desposesión y exclusión específicas de este modelo económico social.

La inseguridad y fragilidad con las cuales nos confronta las actuales condiciones de vida, es tramitada, en muchos casos, a través de una sobreactuación de la fuerza. Quienes apenas pueden desprecian a los que pueden aún menos y los que están en mejores condiciones ven amenazadas sus posiciones por esa masa cada vez más nutrida de pauperizados “por voluntad propia”.  Es ese carácter “reaccionario” forjado a la sombra de los tiempos largos de reconocimiento de derechos “de los de abajo”, y “los desviados” el que clama y torna viable la creciente destitución de esos mismos derechos. De allí resultan  procesos de desdemocratización y rebrotes de un ya persistente neoconservadurismo.

La pandemia no hará nada por generación espontánea. Somos nosotros quienes debemos subrayar cómo, a partir de ella, pueden ser visibilizadas las desigualdades, desmentida la prescindencia de las estructuras estatales –tantas veces proclamada–, recordada nuestra interdependencia recíproca y expuesta la envergadura de los efectos nocivos del neoliberalismo en nuestras subjetividades. Quizás por ello sea preciso hoy, más que nunca, hacer valer la promesa popular y democrática “de una vida buena” contra el privilegio de algunos pocos de “vivir bien”.  

*Doctora en ciencias sociales por la Universidad de Buenos Aires y docente e investigadora del IDAES (UNSAM) y del IIGG (UBA)