La pandemia, como muchas situaciones críticas, pone de manifiesto procesos que atraviesan nuestra vida cotidiana, pero que no son tan sencillamente visibles, hasta que la crisis los magnifica. Quizás sea esto lo que hoy permite ver, con particular claridad, esa concepción de la libertad que choca de frente con el vivir en sociedad. Me refiero a aquella que habitualmente se expresa en la afirmación: “la libertad de uno termina donde empieza la del otro”. Allí se pone en juego una concepción casi espacial de la libertad, que hace de ella una serie de territorios acotados, sin más contacto entre sí que el de sus fronteras. Límite en el que una libertad ha de terminar, para que así empiece la próxima. La libertad como un terreno de propiedad individual o familiar, que sólo comparte su pared medianera con el terreno de otro individuo, y dentro del cual puedo hacer lo que se me dé la gana, siempre y cuando no traspase la medianera, a la vez que nadie puede traspasarla, interviniendo en lo que allí hago, pues ello es ya la imagen de un ataque, de una invasión a mi propiedad.

Al menos dos son las consecuencias de esta libertad: por un lado, las regulaciones colectivas (la obligación a usar tapaboca, la imposibilidad de compartir unos mates en la plaza) están siempre en camino de ser percibidas como autoritarias. Por el otro, resulta indiferente lo que un individuo haga o deje de hacer con su libertad, en tanto se quede de su lado de la medianera. Al menos uno es el problema que, quien haya tenido vecines descorteses, conoce: ¿qué hacemos con los espacios comunes?, aquellos que no son propiedad ni de un individuo ni del otro, sino de ambos a la vez, que es también decir, de ninguno en su individualidad aislada. Más aún, ¿qué hacer con esos espacios compartidos, no ya con un grupo acotado, sino con todes, y al que bien puede llamarse “público”? ¿Acaso la libertad no tiene ningún lugar en el espacio público? En esta concepción, sólo puede tenerla si se lo percibe como una sumatoria de terrenos individuales, es decir, diluyendo su carácter público. Por eso, ella choca con la vida en sociedad, porque no puede pensar aquello que nos enlaza con los demás. Para esta mirada, lo público y la sociedad no existen, sólo existen los individuos y sus familias.

La pandemia de Covid-19, sin embargo, pone de manifiesto que estamos enlazados, que aún en una situación de aislamiento, dentro de la propia casa –quienes tienen acceso a ese modesto privilegio–, se está vinculado con otros individuos. Algunos cercanos, otros lejanos y desconocidos, pero, incluso así, enlazados. Pues no hay manera de que la decisión de otro individuo (de hacer o no una reunión, de lavarse o no las manos) deje de conectarse con mi vida individual. O, mejor dicho, el único modo de que no se conecte es instalándome en una isla desierta, cual Robinson Crusoe; únicamente en semejante contexto puede practicarse esta libertad. La pandemia evidencia que no sólo existen los individuos y sus familias, también están las relaciones que los enlazan con otros individuos y el dibujo de conjunto que todos esos vínculos trazan: la sociedad.

De allí la necesidad de poner en juego una concepción de la libertad en el lazo social, según la cual nadie es libre solo, ni la libertad del individuo es solamente cosa suya, pues interesa también a todos los demás. Una concepción en la cual “la libertad de uno termina cuando termina la del otro”, que no hace de éste una frontera que me limita, ni asocia toda intervención pública con una tendencia autoritaria. Si esta libertad nos resulta difícil de concebir es porque nuestra cotidianeidad, en esta sociedad, ha vuelto normal las “robinsonadas”. Concebir, en cambio, que la libertad no nos separa con medianeras, sino que nos enlaza en nuestras diferencias, puede ser el punto de partida para colectivamente instituir algo nuevo, una “nueva normalidad”.

*Sociólogo, Investigador del CONICET en el IDAES-UNSAM y docente de la UNLP