Nelson Mandela decía que "mientras la pobreza, la injusticia y la desigualdad persistan en nuestro mundo, ninguno de nosotros puede descansar verdaderamente". Por ser la región más desigual del mundo, en América Latina y el Caribe no es tiempo de descansar. La desigualdad es un hecho establecido que todos conocemos, que a todos nos preocupa, pero en el que aún nos hacen falta muchos avances. Y es que, desde niños, estamos expuestos y hemos experimentado la desigualdad en diversas manifestaciones. Desde aquellas asociadas a nuestra condición socioeconómica como aquellas relacionadas con otros factores inherentes al ser humano, como la edad, el sexo, la discapacidad, la etnia, la raza, la orientación sexual o identidad de género, entre otros. Es ese el reto principal en la región de las Américas. Y es uno que no podemos evadir.

Para revertir esta desigualdad, es vital enfocarnos en generar condiciones de real democracia para que colectivos históricamente excluidos del juego político y social como las mujeres, las personas con discapacidad, los afrodescendientes o indígenas, puedan también, al igual que otros miembros de la sociedad, disfrutar de sus derechos civiles y políticos. Ya la faceta del derecho pasivo, el elegir, está bastante consolidada. Pero no así el derecho a ser electos, influir en los procesos de toma de decisiones de políticas públicas, incidir en la agenda de debate político; estos son derechos restringidos para muchos por su situación de desigualdad. Aquí podemos considerar desde medidas de acción afirmativa hasta reformas constitucionales que nivelen el piso de participación en el ámbito político y social.

Nuestros esfuerzos también deben abocarse a profundizar y afinar las políticas públicas que se han venido encaminando en América Latina y el Caribe para asegurar un goce igualitario de los beneficios del crecimiento y desarrollo. Pero también se precisa un paso más en materia de derechos sociales. Necesitamos amasar voluntad política para efectivamente lograr una plena inclusión socio-productiva de estas poblaciones, y para asegurar que puedan gozar de una vida libre de discriminación. Esto al final tiene también todo que ver con la capacidad de ejercer derechos civiles y políticos. ¿Qué ser humano que tiene que proveer por sus necesidades básicas de alimentación, vivienda o salud puede efectivamente disputar por cargos en una elección o insertarse en el campo político? 

Pero el vaso está medio lleno, por usar una analogía. Uno de los logros más importantes en los últimos años ha sido el haber movido un poco la balanza en favor de la equidad de género. El derecho de las mujeres a votar es hoy la norma en todos los países de las Américas, y los marcos legales también garantizan su derecho a ser electas. Según datos de CEPAL, el promedio de legisladoras nacionales aumentó de 9 por ciento a 25 por ciento entre 1990 y 2015, y prácticamente todos los países de nuestra región han adoptado alguna reforma legal para implementar la cuota o la paridad, algunos incluso ya han legislado por el financiamiento político dirigido a candidaturas femeninas. Esto se ha visto manifestado en mayores niveles de representación de mujeres en las legislaturas nacionales, mayor presencia en carteras ministeriales, y aunque en 2018 nos encontramos con una región donde las mujeres dejaron de fungir como jefas de estado, hemos ya tenido un número de mujeres como jefas de estado en países latinoamericanos.

El desafío pendiente al que debemos darle prioridad es en realidad una deuda histórica que tenemos los países de la región. En las Américas hay aproximadamente 200 millones de afrodescendientes y 50 millones de indígenas, estos millones de personas se encuentran entre los grupos en situación de mayor vulnerabilidad en el hemisferio. El 90% de estas poblaciones en los países de la región viven en pobreza y pobreza extrema, y en muchos casos no gozan de acceso universal a los servicios de salud, educación, vivienda, agua potable. A su vez, se perpetúa el fenómeno de la subrepresentación política en los puestos de toma de decisión, desde la oferta hasta el ejercicio del poder, y esto generalmente se traduce en la formulación de políticas públicas que no consideran la especificidad étnica de la población. Esto de nuevo afecta la representatividad de las decisiones que salen del sistema político, y la confianza en la democracia y sus instituciones.

Hoy es indudable el hecho de que la existencia de inequidades socioeconómicas que se replican en asimetrías de poder en la esfera política tiene un impacto perjudicial para la estabilidad de las democracias y para los niveles de confianza que los ciudadanos tienen en las instituciones políticas. Esto es algo que debe preocuparnos en nuestra región.

*(Los puntos de vista son a título personal. No representan la posición de la OEA)

*Ph.D. – Directora de Inclusión Social de la OEA. Twitter: @BeticaMunozPogo