La historia social y política argentina es tan rica como intensa. Está plagada de pasiones y enfrentamientos; de contradicciones y epopeyas. También de grandes dolores, de esos que no queremos repetir. Hemos logrado construir un fuerte consenso respecto de la importancia de la vida en democracia. Sin embargo, cuando con esa democracia tienen que comer, curarse y educarse los que menos tienen, a algunos sectores les parece injusto y hasta excesivo. Cuando se requiere de un aporte para reparar el daño en el tejido social, se despiertan reticencias. “Me rompo el lomo todo el año. ¿El resto no puede hacerlo?” “¿Quieren plata? ¡Que vayan a laburar!” Que tire la primera piedra quien no haya escuchado este tipo de comentarios en su entorno familiar o laboral. Surge entonces la pregunta: en un contexto de profunda desigualdad, ¿por qué inquieta la solidaridad que se genera a través del gasto público social y se dirige a los sectores más castigados? ¿Por qué la redistribución del ingreso es capaz de despertar malestar y reclamos?

Quizá la respuesta a estos interrogantes no se dirima únicamente en términos económicos o materiales sino que nos conduzca a abordar una cuestión simbólica. Me refiero a la producción de un sentido común que pone en entredicho el reconocimiento del derecho a la vida digna, derecho que caló fuertemente en nuestra matriz social a partir de la mitad del pasado siglo XX.   

Fue el peronismo, a través de su modelo de integración nacional-popular, aquel que a partir de 1946 promovió el acceso a los derechos sociales para la clase trabajadora y las clases medias asalariadas. Esa ampliación de la ciudadanía social, sostenida en políticas públicas de carácter universal, permitió a sectores hasta entonces relegados compartir la herencia material y simbólica de la sociedad. En este sentido puede decirse que representó el acceso a la vida digna, que no sólo resulta de un proceso de reconocimiento y acceso a la salud, a la educación, a la seguridad social y al bienestar económico, sino que además nos habla del reconocimiento de los otros en su calidad de semejantes.    

La crítica a la redistribución apunta al corazón de esa vida digna que supimos construir. Sin percibirlo tal vez, pone en cuestión la legitimidad de la inversión en salud pública, seguridad social e incluso en nuestra valiosa educación pública. En un contexto en el que la lógica mercantil se impone, corroe aún más los cimientos de aquella movilidad social ascendente que hoy se presenta como un mito o un recuerdo. Esta crítica refuerza la instalación en el sentido común de una de las más engañosas consignas neoliberales: “si te empeñas lo suficiente, lo conseguirás”.

La producción de sentido común que se inscribe en el escenario neoliberal desconfía de lo público estatal y lo supone ineficiente. Bajo una impronta con detracción del Estado que se hace presente y provee bienestar, declama que sólo los más aptos sobreviven y prosperan.

El sentido común suele aferrarse al status quo. Nos tiende trampas. Nos hace creer que son nuestras capacidades o aptitudes (o, más bien, la falta de ellas) las que nos condenan inevitablemente a múltiples desigualdades. Lejos de poner sobre relieve aquellas condiciones estructurales que generan exclusión, conduce a privatizar el fracaso y culpabilizarnos individualmente por él.

Construir ciudadanía implica crear condiciones para el desarrollo del colectivo social. Implica conquistar, ampliar y garantizar derechos que nos permitan ser parte, y serlo juntos. Para nuestra sociedad, evoca un histórico reconocimiento a la dignidad. Una ética de la solidaridad que escape a las trampas del sentido común habrá de promoverlo. Trabajemos por ello.

*Antropóloga. Dra. en Ciencia Política. Docente e investigadora en UNICEN. Miembro de Red de Politólogas @RedPolitologas Twitter: @coscaffarelli