Desde el retorno de la democracia formal en la Argentina en 1983 dos fenómenos contrapuestos han ido creciendo de forma exponencial: por un lado la protesta social y la emergencia de diversos movimientos sociales; y, por otro, la represión a estas protestas por parte de diferentes fuerzas de seguridad del Estado.

Esta es una línea de continuidad que podemos observar en todos los gobiernos democráticos, donde con mayor o menor intensidad esta lógica represiva ha implicado varios manifestantes asesinados a manos de las fuerzas de seguridad, miles de detenidos y procesados, decenas de presos políticos, miles de heridos y perseguidos por luchar.

Al mismo tiempo, la diversidad de luchas y movimientos sociales que se generaron en los últimos cuarenta años marca una riqueza y una gran capacidad de resistencia y creatividad popular. Dependiendo el signo político de cada gobierno y la coyuntura económica, política y social, esta tensión entre el florecimiento de los movimientos y la protesta social con la represión estatal se ha ido escalando y los conflictos donde el accionar de las fuerzas represivas también fue cambiando de objetivos principales y de actores sociales perseguidos. 

En el actual gobierno de Mauricio Macri, asistimos a un indudable crecimiento del accionar represivo, con la propia Ministra de Seguridad Patricia Bullrich arengando peligrosamente este accionar, dando “rienda suelta” -como se dice popularmente- a las fuerzas represivas para reprimir la protesta social. Sabemos trágicamente en la Argentina que esta orden, por acción y/u omisión, implica asesinatos de luchadores sociales por parte de la policía, la gendarmería, la prefectura o la fuerza de seguridad que obtenga este “cheque en blanco” para reprimir.

Sin embargo, nuestra hipótesis es que ya no es tanto el activismo territorial-piquetero urbano ni los trabajadores docentes y estatales quienes reciben los dardos más fuertes de la represión como sucedía en el gobierno de Menem, la Alianza y Duhalde - y esto no es porque estos actores no se sigan manifestando, pues es claro que son parte de los sectores más movilizados en la actual coyuntura-, sino que en el gobierno de Mauricio Macri (y también durante la segunda mitad de la etapa de gobiernos kirchneristas) hay dos tipos de conflictos que congregan la mayor dureza del aparato represivo, al menos hasta ahora: a) por un lado, aquellos que ponen en jaque el uso de los bienes comunes (recursos naturales) por parte del capital nacional y/o transnacional y, por otro, b) aquellos que ponen en peligro a otro de los núcleos productivos del sistema capitalista: las fábricas y empresas; sean estas recuperadas por sus trabajadores (que demuestran cotidianamente que se puede producir y vivir dignamente sin patrones) o grandes fábricas como PepsiCo, Cresta Roja, entre varias otras, donde el activismo fabril ha generado fuertes resistencias a los despidos y/o cierres de fábricas.

En síntesis, cuando las luchas sociales se condensan en el núcleo central actual del sistema, la represión aparece con mayor fuerza y crudeza durante estos últimos años y el Estado se corre de su rol negociador para (re)aparecer con su cara principal: el monopolio del uso de la fuerza.

*Docente e Investigador IIGG-UBA/CONICET. Twitter: @juanwahren