En la era de la comunicación, la comunicación política adquiere una importancia vital. Como fenómeno de época, las grandes cadenas de medios ya no son instrumentos que describen la realidad, sino parte de la estructura de poder mundial de los grandes conglomerados financieros. Lejos de la mera información, construyen parte de esa realidad a través de todo un  sistema de interpretación simbólica, intentan configurar el sentido de común dominante de una sociedad, con el fin de que ésta legitime el poder de aquellos intereses económico-financieros. Como parte de ese sistema, los medios han demostrado contar con un soporte económico e intelectual como para sostener batallas prolongadas contra aquellas experiencias populares que, por llevar adelante un modelo autónomo, confrontan con sus intereses.

Herencia de la tradición europea, el modelo bajo el cual vivimos impuso sus propias instituciones, que establecieron la renovación periódica de los mandatos políticos. Nos encontramos así ante la paradoja de intentar reemplazar los paradigmas históricos del liberalismo, desde las reglas institucionales que él mismo impone. Esto es, enfrentar a poderes permanentes desde períodos políticos comparativamente muy cortos. Al estar esos medios del poder -como decíamos- preparados para entablar batallas prolongadas, ante el debilitamiento circunstancial de un proyecto popular, inmediatamente ponen en vigencia todas sus herramientas para interrumpirlo. Es lo que pasa con la desestabilización de Venezuela y con los nuevos gobiernos de Argentina y Brasil.

Parte de su arsenal son el poder de las empresas de medios, las figuras estelares y el tipo de programa. Los tres confluyen en el objetivo de degradar la capacidad de análisis crítico de la población. Y apelan siempre al descrédito de la política. Nunca analizan la corrupción empresaria, nunca la evasión fiscal de los grandes sectores privados, sino las flaquezas de la política.

Y cuando no atacan a la política en general, es porque protegen a aquellos políticos que les son afines. Así lo demuestra la permanente presencia del oficialismo en programas como los de Mirtha Legrand o Susana Giménez, aprovechando el cariño que a ellas les profesa una importante franja de la población.

Otro de los caminos elegidos es el formato, es decir, trasladar el formato de los programas de chimentos a los programas políticos. De modo de no mencionar más que títulos, sin construir reflexiones más profundas.

En definitiva, mecanismos que confirman el rol activamente político que desempeñan los medios hegemónicos en defensa de un determinado tipo de gobierno, aunque no lo digan explícita sino sutilmente. Es más, muchas veces tiene más credibilidad el mensaje emitido por una celebridad del espectáculo que el de un periodista político. Mientras a este último se lo asocia con el adoctrinamiento, la celebridad penetra capilarmente en la sociedad a través del afecto que esta siente por ella. Por ello, la potencia de mensajes como los de Mirtha o Susana se torna tan eficaz a la hora de obtener resultados políticos.

Desde el campo popular ¿debemos concurrir a ese tipo de programas porque de lo contrario dejamos vacante un valioso espacio de comunicación, o no debemos prestarnos a legitimarlos? No es una pregunta sencilla a la que hayamos encontrado hasta ahora una respuesta definitiva. Yo me inclino por no negociar con ellos, no hacerles esa concesión. Prefiero el camino más largo y trabajoso, pero más genuino e irreversible a través de la militancia bien capilarizada- de seguir sembrando conciencia crítica en el pueblo de cómo actúa la colonización cultural.