Bien me quieres, bien te quiero,

Mas no me toques el dinero

Refrán popular

Ante la proximidad de la sanción de la ley que impone una contribución especial a los más ricos de la Argentina como aporte para paliar las consecuencias de la pandemia, se levantaron voces desde muy diversos ángulos, pero todas relacionadas con los súper ricos, para evitar que el gravamen se haga ley. Pero esta oposición no es nueva. Desde el fondo de la historia argentina, antes de que lo fuéramos como país, viene esa oposición.

Durante los primeros años de la revolución de Mayo, la élite gobernante tomó conciencia de que para llevar adelante la guerra era necesario contar con recursos. Ante las intermitencias de la llegada de fondos desde Potosí fue menester recurrir a financiación local. Y, como resulta obvio, los ricos ponen el dinero, mientras los pobres ponen el cuerpo. Se impuso un préstamo forzoso en 1813 que fue aplicado a los comerciantes más ricos de la ciudad, según una lista confeccionada por el gobierno.

Juan Manuel de Rosas, ya gobernador, reconocía lo injusto que es pedirles a las personas que revelen sus patrimonios con fines tributarios, a propósito del pago de la Contribución Directa impuesto directo creado en 1821. Sin embargo, necesidades financieras acuciantes lo llevaron a intentar modificar el impuesto que gravaba el capital en tierras, ganado y el comercial. Es de hacer notar que, si bien Rosas tuvo la suma del poder público en su segundo gobierno, nunca la Sala de Representantes, órgano legislativo, le delegó la potestad de decretar en cuestiones impositivas. En 1838, ante la guerra civil y el bloqueo francés al puerto, presentó un proyecto de reforma de la ley que aumentaba al doble la tasa del impuesto e incluía a los enfiteutas que recibieron tierras del Estado en alquiler. La Sala de Representantes rechazó el aumento, pero aceptó la imposición a los enfiteutas y derogó el mínimo no imponible, por lo cual los pequeños propietarios de ganado y tierra quedaron incluidos. Ganó el egoísmo.

En 1877, el presidente Nicolás Avellaneda, representante del liberalismo en el gobierno, afirmó que “si es necesario, pagaremos la deuda con la sangre, el sudor y las lágrimas de los argentinos… pero pagaremos”. Por supuesto, no discriminó qué argentinos debían pagar y no hubo ninguna imposición que gravara diferencialmente a los más ricos.

Pero no sólo en Buenos Aires se cocían habas. En Tucumán la producción de azúcar se perfilaba como el principal recurso de la provincia. Los terratenientes lograron que los gravámenes sobre tierra y ganado, ya mínimos, no se aumentaran, reemplazándolo por un tributo nuevo sobre el azúcar, que pagaron en última instancia los consumidores

En la década de 1920 los gobiernos radicales proyectaron la creación de un impuesto a las rentas, pero no obtuvo el apoyo de las provincias en el Senado. En 1931, ya iniciada la gran depresión, el presidente de facto Uriburu logró que fuera aprobada la ley que creaba el impuesto a las ganancias. Gravaba con mayor tasa a las ganancias más abultadas, pero alcanzaba también a los sueldos con un mínimo que equivalía al doble de un salario mínimo. Otra vez el egoísmo.

Como se ve, la reacción de los ricos es la inmediata oposición a todo gravamen que no pueda ser trasladado directamente al precio de los bienes que cada uno produce o comercializa. De este modo, el impuesto es pagado por el consumidor, mientras que el productor paga únicamente por lo que consume y limita el alcance de los impuestos directos.

Y la situación de pandemia es un ejemplo de lo que digo. Mientras que los menos favorecidos del sector independiente y los trabajadores de servicios personales aportaron en forma indirecta al tener que suspender sus actividades, y por lo tanto reducir drásticamente sus ingresos durante la primera etapa del confinamiento sanitario, meses que fueron un calvario para esta gente, las grandes empresas productoras de bienes considerados esenciales, incluyendo a la actividad financiera, siguieron trabajando y en algunos casos muy notorios aumentando sus ingresos. Sobre todo, las que ofrecieron servicios ahora requeridos por la necesidad de no aumentar la posibilidad de contagio, como las entregas a domicilio y las ventas por Internet. De modo que, cuando se les pide a los grandes ricos que colaboren se está promoviendo un acto de soberana justicia; una compensación al esfuerzo hecho por los menos favorecidos. Un acto de reparación.

Pero es innegable que la falta de solidaridad histórica es lo primero que surge de este análisis. De allí la cita del refrán popular que hemos conocido a través de Joan Manuel Serrat en una canción emblemática, Disculpe el señor, todo menos el dinero.

*Doctor en Historia por la Universidad de Buenos Aires. Investigador del Instituto Ravignani (UBA/CONICET)