No hay vacuna para la posverdad
¿No habrá estado gestándose -de forma lenta e imperceptible- una cultura de la suspicacia que hoy vuelve tolerables y atendibles los discursos políticos y mediáticos que ponen en entredicho el saber científico?
El inicio de la campaña de vacunación ha demostrado la fuerza de la grieta para atrapar fenómenos que solíamos asumir como ajenos a la lógica de la política. Lejos de limitarse al territorio de los laboratorios, las revistas y los organismos de regulación, los procesos científicos se han convertido en un asunto más de polarización en la Argentina.
Los riesgos de las vacunas, sus tecnologías de fabricación, sus métodos de almacenamiento y otros factores que normalmente son objeto de preocupación sólo para la medicina, la bioquímica y la inmunología se han vuelto el eje de controversias que ahora hallamos cotidianamente en boca de periodistas y referentes políticos. Y la duda se ha instalado socialmente: los intentos oficialistas de desbaratar las “fake news” opositoras acerca de los efectos adversos sólo reconfirman que el manto de desconfianza ya está instalado en la opinión pública.
Ciertamente, la construcción de una agenda de la sospecha por parte de la oposición y grandes medios de comunicación no es inocua para la ciudadanía, o al menos eso podría deducirse de un estudio realizado por la consultora CEOP, que arrojó que la disposición de la población argentina a vacunarse es de sólo un 72%. Sin embargo, en países que no cuentan con partidos ni canales de televisión abocados a sembrar dudas de forma sistemática, la voluntad de inocularse es similarmente baja (Canadá, 71%) o incluso sustancialmente menor a la nuestra (Francia, 40%).
Por otro lado, podría sostenerse que las dudas en torno a las vacunas sólo provienen de sectores sociales lejanos al oficialismo. No obstante, diversas investigaciones en curso sugieren que, si bien el rechazo tiende a ser mayor entre opositores, los cuestionamientos también se reproducen en grupos afines al gobierno nacional.
Los movimientos de propagación de teorías conspirativas, que en el último año se desarrollaron en los cinco continentes, son probablemente otro ejemplo del carácter global y transversal del problema. Podría aducirse que los clamores contra Bill Gates, George Soros, las antenas 5G y la “plandemia” están circunscriptos a minorías “irracionales”. Pero eso no explica por qué en la Argentina sólo un 73% de la población sostiene que la Tierra es redonda, o a qué se debe que un 27% crea que el coronavirus no existe y que es un negocio de médicos y laboratorios.
Cabe preguntarse entonces, ¿la sospecha sobre las vacunas no será -cuanto menos- relativamente autónoma de la grieta y las tapas de los diarios? Si las denuncias contra el “Nuevo Orden Mundial” fueran producto de personalidades irracionales y paranoicas, ¿cómo se explica su asidero social cada vez mayor? ¿No habrá estado gestándose -de forma lenta e imperceptible- una cultura de la suspicacia que hoy vuelve tolerables y atendibles los discursos políticos y mediáticos que ponen en entredicho el saber científico?
Difícilmente alcancen estos pocos párrafos para esbozar grandes respuestas, pero sí podemos abrir algunas puertas. Por un lado, el desarrollo a cielo abierto de los procesos de investigación tiende a exponer al público no experto los disensos que son inherentes a la ciencia: basta recordar el debate de marzo acerca de la conveniencia del uso de barbijos para rastrear cómo se construye socialmente la duda y la confusión. Por otro lado, el auge de la hiperconectividad permite que todos los hechos sean “googleables” y “wikipedeables”, facilitándose la búsqueda de “fuentes alternativas” y la construcción de otros “relatos”.
Así, mientras crece la incertidumbre, nuestros marcos de referencia se desestabilizan y el monopolio de la verdad antes ostentado por la ciencia se debilita, comenzamos a vivenciar una paradójica “democratización” del conocimiento. Y en tanto, ninguna explicación parecería bastar para darle sentido y encontrarle respuestas al mundo en que vivimos, encontramos refugio en la religión y las nuevas espiritualidades (que otorgan un orden a la experiencia), en las teorías conspirativas (que logran señalar causas nítidas y asignar responsabilidades claras en el seno de una realidad cada vez más ilegible), en los autoritarismos (que ofrecen identificar y controlar aquello que nos amenaza) o, sencillamente, en la sospecha y el temor.
En este marco, el cuestionamiento social y mediático al saber científico, así como la multiplicación de “fake news” acerca de las vacunas, no parecerían ser otra cosa que la punta del iceberg de transformaciones más duraderas que la grieta. No se trata, por lo tanto, de un llamado a la confianza ciega en la ciencia (que nunca está exenta de riesgos, desde los más pequeños hasta los más catastróficos), sino de asumir todas las mediaciones que existen entre nosotros y los “hechos”. Acaso el mayor efecto secundario de la vacuna sea estar colocando blanco sobre negro que, además del coronavirus, lo que avanza a todo vapor es la política de la posverdad.
* Sociólogo y Doctor en Ciencias Sociales. Becario posdoctoral del CONICET e investigador del Centro de Estudios Sociopolíticos (Instituto de Altos Estudios Sociales, Universidad Nacional de San Martín). Twitter: @AndresScharager