El 13 de marzo de 2020 un colegio en Argentina suspendía por dos semanas las clases presenciales y pasaba a “un modelo 100% on line y remoto”. Un día después, el Ministerio de Educación Nacional anunciaba la suspensión de clases en todo el país. La implementación de lo que se llamó “continuidad pedagógica” duró mucho más de lo previsto y resultó tan desigual como la sociedad en la que vivimos.

Los modos de continuar la escuela por otras vías se materializaron a partir de las prácticas y las condiciones previamente existentes. La tarea resultó más amena allí donde los estudiantes y los docentes ya estaban habituados al uso de las plataformas digitales, en los hogares con varias pantallas disponibles, con mejor acceso a internet e ingresos familiares blindados frente a la pandemia. Donde el uso de estas tecnologías no era habitual en las aulas o los alumnos apenas disponen de un celular cuyo crédito se consume rápidamente, donde la subsistencia se vio directamente amenazada, la tarea se volvió más dificultosa y, en sus versiones más extremas, hasta imposible.

Ya se conversó bastante acerca del acceso social y geográficamente desigual a internet y a los dispositivos digitales y de que hubo que darle nuevo impulso a las políticas educativas de democratización de las nuevas tecnologías. Cuando todo pase, habrá que evaluar lo hecho y discutir también los diversos y desiguales modos de apropiación de estas tecnologías y las formas mercantilizadas y privatizadas de construcción de conocimientos que muchas de ellas proponen en sus formatos actuales.

En ese panorama extremadamente desigual, hay algo que desde el inicio pareció generar consenso: “la suspensión de clases no son vacaciones”. Y Youtube se llenó de videos de docentes desplegando toda su creatividad para transmitir algún contenido mínimo. Pero ¿por qué, en medio de una pandemia, no se nos ocurre que la escuela pueda parar? ¿Los niños tampoco pueden dejar de pedalear en esa rueda de hámster que hace circular el capital y de la que, ya adultos, no nos podemos bajar?

Se dirá, con razón, que en este momento la escuela no está solamente intentando “producir” conocimientos. Los docentes, en su mayoría mujeres, también trabajadores al cuidado de hijos, ven su carga laboral triplicarse y una vez más, ponen el cuerpo para amortiguar los efectos de la pandemia. Reorganizan lo planificado con los dispositivos, la conexión y los saberes a su alcance, responden consultas, contienen el malestar de adultos que se dan cuenta de que la escuela que cuida a sus hijos mientras van a trabajar ya no puede hacerlo, que no pueden o no quieren ponerse a enseñar. Atajan a los enojados porque la propuesta escolar no cumple con sus expectativas (en muchos casos asociadas al valor de la cuota que se paga, pero no exclusivamente) o imprimen tareas y cuadernillos que acercan a las familias a la escuela el día de reparto de comida quincenal. Llaman por teléfono a los hogares para ver qué dificultades van encontrando los niños, atienden a las situaciones de violencia que aumenta en tiempos de convivencia forzada, etc.

La pandemia descubre todo eso que hace la escuela mientras enseña. El edificio escolar puede estar cerrado pero los docentes, los directivos y los agentes de los distintos programas socioeducativos siguen articulando las demandas y los pedidos de ayuda que se siguen sumando. En otras palabras, realizan una tarea esencial: preservan la vida.

La escuela, otra vez, no puede parar. En tiempos “normales” está mal visto si lo hace para luchar por sus derechos. En esta crisis, tiene que compensar la desigualdad a la que nos arroja una economía ajustada. ¿Ese no poder parar no está poniendo en evidencia que la normalidad es la crisis? El Covid-19 visibiliza un lógica neoliberal que desvaloriza sistemática y estructuralmente las tareas de cuidado esenciales para la reproducción de la vida humana y que el capitalismo se sostiene sobre el ajuste de los sectores que son esenciales para el cuidado de la vida ante la expropiación y las muertes que este produce. La escuela que no para hace equilibrio entre la reproducción de esta economía y preservar la vida.

*Doctora en Antropología Social. Investigadora del Conicet. Codirectora del Grupo de Estudios sobre Jerarquías del IIGG e investigadora del Programa de Antropología y Educación, UBA