El mundo vive tiempos de desdemocratización. Atrás quedó el compromiso o pacto de coexistencia celebrado entre la democracia y el capitalismo. Tanto en los países centrales como en los países periféricos, las grandes corporaciones invisten contra el Estado de Bienestar – o sus precarias emulaciones – y contra las clases trabajadoras, recortando o anulando derechos sociales conquistados después de tantas luchas. Valiéndose de las políticas neoliberales, los grandes poderes económicos expanden sus márgenes de ganancias, a expensas de crecientes tasas de explotación de los sectores populares y de una depredación ambiental cada vez más brutal.

Es en este contexto que surgió, en el 2020, la pandemia del coronavirus. La cual no ha hecho más que acelerar e intensificar el proceso de vaciamiento de las instituciones y prácticas democráticas. Contrariamente a lo que muchos pensábamos en el primer semestre del año pasado, la pandemia no derivó en una reversión de esta tendencia ni en una reconstrucción duradera del lazo social. Las muestras de apoyo a los trabajadores de la salud, los gestos de solidaridad hacia los sectores que más sufren, los altos índices de adhesión iniciales con los que contaron los gobiernos que privilegiaron la protección sanitaria o el respeto a las medidas de cuidado no se sostuvieron en el tiempo. Tales esperanzadoras reacciones fueron mutando, a lo largo de los meses, en gestos y actitudes cada vez más hostiles hacia las autoridades que se toman en serio la tragedia generada por el coronavirus. Gestos y actitudes de fuerte cuño individualista, condimentados con ingredientes negacionistas que creen ver, en cada medida adoptada por dichos gobiernos, un perverso intento de controlar a sus respectivas poblaciones y de cercenar sus libertades.

Esa mutación en las actitudes y reacciones sociales difícilmente pueda ser explicada por factores monocausales. Hay diversas variables de la dinámica social que intervienen en dicho proceso y que ayudan a comprender el por qué del creciente rechazo a las medidas de cuidado, sobre todo entre los sectores medios y las clases más acomodadas. Pero entre esas variables hay una que ocupa un sitial de privilegio: aquella que remite al propio proceso de neoliberalización económica y social sufrido a lo largo de las últimas tres décadas. La radical reformatación propiciada desde los años 90 – o desde antes en países como Argentina o como Chile, emblema y laboratorio de la tecnocracia neoliberal – ha dejado marcas profundas en la estructura social, de las que resulta muy difícil deshacerse.

La insistente prédica difundida por las grandes usinas de pensamiento del gran capital, replicada machaconamente por los mega-emporios de la comunicación, ha generado un nuevo sentido común, profundamente egoísta y conservador, que no hace más que ganar nuevos bríos en las circunstancias que nos toca vivir y que es muy bien aprovechado por agremiaciones de una derecha cada vez más agresiva y radicalizada. Una derecha que, a contramano de sus orígenes y de su trayectoria, se autoerige como defensora de la libertad. Pasó así en las recientes elecciones madrileñas, en las que se reeligió a una candidata que hacía gala de su desprecio por las medidas sanitarias y que se postulaba como abanderada de la lucha contra un fantasmagórico “peligro comunista”. Pasa en el Brasil de Bolsonaro, en que el gobierno en lugar de combatir el virus, se dedica a combatir a quienes lo combaten y a colaborar con su propagación. Y pasa, también, en Argentina, en la que viudas y viudos del macrismo denuncian imaginarias “infectaduras comunistas”, tragicómicos “envenenamientos colectivos” y negociaciones irregulares en la compra de vacunas que no son tales, presentándose, cínicamente, como “luchadores por la libertad y la educación”.

Ante esta aparente encerrona, no hay salida que no pase por la revitalización de una verdadera democracia popular. Los llamados al uso de barbijos y demás medidas de cuidado solo recuperarán su eficacia si lo hacen en el marco de una profundización democrática, en la que sea la propia población, auto-organizada, quien defina e implemente sus propias medidas de protección. En países como Chile, Colombia o, por fin también en Brasil, en los que el gobierno resulta ser más peligroso que el propio virus, la movilización de masas parece ser el camino. ¿Y en países como la Argentina? Al contar al gobierno del Frente de Todos como aliado fundamental en el combate del virus, cabe a la población exigir la multiplicación de medidas que neutralicen los efectos económicos de la pandemia y que permitan seguir cuidándose. Así como cabe a las autoridades, electas por el sufragio popular, abrir o promover nuevos espacios – físicos y virtuales – para la educación política y la participación. Porque una población educada, politizada, activa y consciente constituye el mejor antídoto contra el coronavirus y contra la pandemia neoliberal.

*Doctor en Ciencia Política. Profesor de la Universidade Federal do Rio Grande do Norte – Brasil.